Tengo la impresión de que el debate en torno a la representación de las realidades trans* aborda, de manera prácticamente exclusiva, la (¿imperativa?) necesidad de que seamos personas trans las que demos vida a los (¿insuficientes?) personajes trans que aparecen tanto en el teatro como en la cultura audiovisual actual. Sospecho que esta cuestión, pese a ser importante, está sirviendo para silenciar, o por lo menos para ocultar, consciente o inconscientemente, un amplio abanico de conversaciones y procesos que considero posibles y necesarios.
Lo que me pregunto es: ¿de qué evitamos hablar centrando el debate de la representación en el hecho de que seamos personas trans las que encarnemos a estos personajes?
Tal vez evitemos hablar de los que tienen el verdadero poder de decidir sobre aquello que es visible o invisible, evitando así cuestionar a las personas que realmente controlan lo que se ve, cómo se ve, cuánto se ve y quién lo ve; hiperresponsabilizando de manera cuasi exclusiva a los actores y actrices de una compleja (y altamente jerarquizada) cadena de decisiones (muchas veces desafortunada) que poco tiene que ver con la inclusión o la expresión creativa.
También evitamos hablar de la ausencia de programadores, guionistas y directores trans en cargos culturales significativos, evitando de igual modo evaluar que esos «personajes trans» están siendo programados, producidos, dirigidos y escritos por y para personas cis.
Evitamos hablar de las implicaciones emocionales que supone involucrarse en un proyecto que exige un alto nivel de exposición en una estructura que no solo no tiene un sistema de cuidado a la altura de una vulnerabilidad difícil de cuantificar, sino que además es incapaz de nombrar sus limitaciones al principio del proceso.
Estamos evitando hablar de que los arcos de los así llamados «personajes trans» suelen estar basados en responder a preguntas, especulaciones o curiosidades que tienen las personas cis sobre nuestra realidad, mientras que no abundan las ocasiones en que estos responden a nuestro propio deseo o necesidad (o al deseo y necesidad de la pieza en su conjunto).
Veo una evidente evitación a hablar de que pareciera que solo se nos permite estar si es para mostrar o explicar cuestiones relacionadas con nuestra transición, a expensas de ser aceptades o rechazades; como si, para ser respetades, antes necesitáramos ser comprendides, sumando así a la terrible idea de que para amar (quizás a base de decirlo dejemos de hablar de respeto y podamos, por fin, hablar de amor) hay algo que necesita ser entendido desde el intelecto.
Además de explicativas, me parece que nuestras tramas tienden a ser o bien de una tragedia inaudita o, por el contrario, ingenuamente buenistas, como si «ya tuviéramos bastante con ser trans» y eso nos hiciera perder el derecho a la contradicción del que gozan el resto de personajes para hacer frente a su paradójica existencia.
Me doy cuenta de que se evita claramente hablar de que se está dando todo el rato por hecho que todas las personas trans estamos de acuerdo entre nosotres por el mero hecho de ser trans. Yo me pregunto: ¿son todas las mujeres feministas? ¿Acaso hace falta ser mujer para entender que el feminismo es un movimiento fundamental que beneficia a la sociedad en su conjunto? ¿Está de acuerdo una actriz con todos los personajes femeninos? Y, sobre todo, ¿por qué habría de estarlo para poder darle vida? Saber que en el imaginario de alguien que no comparte su vida con ninguna persona trans somos todes iguales no es lo que más me preocupa, pero sí descubrir que son esas las personas que deciden hablar sobre nosotres y que, casualmente, son ellas las que disponen del presupuesto y la estructura suficiente para hacerlo.
Evitamos hablar del oficio del actor o actriz, tan dependiente de nuestra capacidad de investigar, componer y desear habitar aquello que no conocemos todavía. Messiez insiste en la importancia de reservar el lugar de la escena para aquello que aún no entendemos bien. Me parece necesario que esto atraviese a todo el equipo de manera más o menos simétrica, y que no consista en personas intentando entender a otra cuando todas forman parte de un mismo proceso creativo.
Estamos evitando imaginar una fábula en la que somos posibles. ¿Por qué asumimos siempre que todos los personajes que componen la ficción de lo que vemos son cis simplemente porque no se evidencie una transición de género?
Siento que evitamos hablar de lo violento que es ser obligades a exponer nuestra identidad tanto en las convocatorias de casting como en las comunicaciones que se realizan para la promoción de los proyectos que incluyen algún personaje queer. Solamente representando «personajes trans», antes o después se me ha acabado poniendo el apellido de «actor trans».
Nada de esto es nuevo (por suerte o por desgracia las dinámicas de opresión son sistémicas, lo cual las vuelve difíciles de combatir, pero también fáciles de predecir). Ya en el año 1971 Susan Sontag interrumpió públicamente a Norman Mailer para decir que no quería que se refirieran a ella como una «mujer escritora», poniendo de manifiesto la improbabilidad de que James Baldwin fuera presentado como un «escritor negro» o un «escritor hombre». Cincuenta años después, seguimos evitando hablar sobre la evidente resistencia a nombrarnos como profesionales. Otras veces, además de un «actor trans», he llegado a ser «un jovencísimo actor trans». Personalmente, preferiría ahorrarme los sobrenombres y poder ser un actor que no interesa a todo el mundo.
Todo esto me lleva a una evitación más, y es la de poder preguntar abiertamente desde dónde se nos está dando un lugar: ¿es desde el interés genuino por nuestra visión y talento o es desde el miedo a recibir críticas externas por la forma en que se decide abordar un tema?
Creo que es importante reflexionar sobre la responsabilidad colectiva de arrojar luz sobre aquello que evitamos, permitiéndonos indagar de qué forma y para qué lo hacemos, sin olvidar preguntarnos a quién beneficia esta fuga y, por el contrario, quién sale (¿otra vez?) más perjudicade.
Quizás debajo de cada evitación haya un miedo compartido que nos una y atraviese a todes: el miedo a identificarnos, reconocernos y dejarnos tocar por aquel que consideramos ser «le otre».
Lo que querría preguntarme es: ¿de qué forma podría la representación contribuir a trascender esta y cualquier otra dualidad?