nº35 | editorial

RÉQUIEM POR UN BARRIO

Ganarán los chinos, las grandes superficies, las ofertas de chope que no podemos rechazar… Mansilla y los espías. 

Una vez más, pecaré de «centro-céntrica» pero, ya que esto es un réquiem, me voy a permitir centrarme en «el barrio», el fragmento de territorio del casco histórico de Sevilla situado entre la Encarnación, la Alameda y San Julián. Quienes habitáis o habéis habitado o frecuentáis o habéis frecuentado esta zona de Sevilla, sabéis de sobra a qué zona me refiero. Quizás sobra decir que ya no queda nada de todo lo que hoy recuerdo en palabras. 

Antes de que la ciudad se transformara en una masa informe donde no se distinguen claramente los bordes, vivir en la periferia hacía que venir «al barrio» fuera el equivalente a «ir a Sevilla». Coger la maltrecha línea 13, entonces desde San Jerónimo, suponía una auténtica excursión. Y mis recuerdos de «Sevilla» a finales de los 70 y los primeros 80 transcurren principalmente por la zona «del barrio». Para mí no existía el polígono San Pablo o las letanías, ni Nervión, ni los Remedios, ni tan siquiera Triana. Para mí Sevilla se limitaba a las zonas alrededor de las últimas paradas de las líneas 10, 12 y 13. 

Recuerdo los raboneos del conservatorio que a los 9, 10, 11 años me permitían haraganear y deambular por una Alameda que nada tiene que ver con el boulevard de ahora. Me acuerdo de los cartuchos de papas fritas de la calle Jesús del Gran Poder, y recuerdo los paseos por la plaza, toda de albero, toda vallada. Recuerdo el Multicine que era moderno como el que más. Recuerdo a mi padre, llevándome al Mercaillo, que molaba mucho más que el Corte Inglés. 

Recuerdo el mercao de la calle Feria, jediendo a pescao semipodrido y lleno de gente comprando los «mandaos» básicos. Recuerdo la calle José Gestoso y la mercería que surtía a mi madre de todo tipo de prendas interiores con las que pasar los meses de frío. Camisetas, bragas, calcetines y pijamas.   

Recuerdo mis primeras incursiones ya de mocita sobre todo a las bodegas. Cincuenta de las antiguas pesetas y un cochinito y una cerveza en la taberna Peinao, La Bañera, el Góngora. Curtiéndonos los intestinos a golpe de inmundicias inmunizadoras. Y tentando la suerte y la rotura de huesos en el Roll Dancing de Calatrava. Recuerdo la Holli pintá como una puerta (yo) y oliendo a Brumel cosa mala (los demás). 

Recuerdo el Chispitas (y sus tapas entre pececitos de colores), el Brujas y el Europa. Recuerdo el Sirena, el Farándula y el Fun club. Recuerdo que se bebía, algunas veces se bailaba y muchas veces se pensaba la posibilidad de un mundo diferente. Y recuerdo que se comía: la Agustina y la Gallega alimentando a toda una cohorte del underground Sevillano. Recuerdo gente encalomá a los árboles protestando por un aparcamiento que pretendía robarnos la plaza de albero… resistencia que se transmitió a lo largo de los años, con la que se consiguió ¿evitar el parking? Pero lo que no hemos sido capaces de evitar es el cambio de paisaje urbano y humano que ha sufrido la plaza de albero. Hace ya años que en esa plaza no se piensa en un mundo diferente.   

Recuerdo que a medida que desapareció el albero, reapareció el Pumarejo en nuestro horizonte. Parecía que nos fueran acorralando expulsándonos del barrio por el corredor de San Julián. En esos tiempos fui consciente de las okupas, Casas Viejas, la Fábrica de Sombreros; más tarde Andanza y la Revo. Todas cayeron, ya solo quedan testimonios virtuales o pintadas donde estuvieron. Y seguimos perdiendo y perdemos los lugares, que aún teñían de «autenticidad» este protoescaparate. El Guadiana, la Hacienda, el Gonzalo, el Julián y hasta el Árbol que aunque estuvo poco fue mucho para muchas. 

Perdonadme la nostalgia de viejuna, pero se fueron esos lugares y no puedo evitar sentir que se está yendo demasiado deprisa el espíritu de un barrio que al menos para mí, es una zona especial, con mucha gente especial y que también se están yendo… 

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