nº38 | la cuenta de la vieja

La economía del favor. Sobre la desigualdad y el clientelismo en Andalucía

«Para la gente de mi tierra hay algo que rige, absolutamente, la vida. Lo contrario de la justicia: el favor.» Jesús Pabón, 1935.

Según el profesor Carlos Arenas, el clientelismo puede definirse de forma sencilla como una ‘relación más o menos voluntaria entre individuos o colectivos desiguales que se intercambian favores1’. El clientelismo reproduce sociedades desiguales y jerarquizadas porque los beneficios del intercambio son asimétricos: poco para mucha gente, mucho para poca. Por tanto, el clientelismo y la desigualdad se retroalimentan.

La parte del patrón está interesada en mantener la desigualdad pues, de este modo, obtiene beneficios al mismo tiempo que legitima su poder al aparecer ante la sociedad como benefactor o conseguidor. Además, sirve para criminalizar y expulsar a las voces disidentes de la sociedad, lo que dificulta cualquier tipo de cambio o transformación.
El clientelismo toma mayor protagonismo en sociedades con mayor desigualdad y economías empobrecidas, colonizadas y especializadas en perder (o en actividades con menor asignación de valor de cambio aunque sean más relevantes para satisfacer necesidades). Igualmente, alcanza mayores cotas donde el poder o elite económica controla de modo más fácil o con mayor autonomía los recursos públicos. Se trata de sociedades donde existe la convicción generalizada de que el favoritismo es una de las únicas maneras de inserción laboral, obtención de rentas o promoción social. Andalucía es una de ellas.

Desigualdad, pobreza y riqueza en Andalucía

En cualquier economía capitalista la desigualdad es estructural. Ahora bien, existen sociedades capitalistas más desiguales que otras, con mayor porcentaje de personas pobres que otras. En la Europa occidental, pocas economías son más desiguales que la andaluza.
La historia de Andalucía está marcada por haber sido un territorio pionero en convertir a la naturaleza en mercancía, en propiedad privada de una clase privilegiada y, como consecuencia, crear unas mayorías que deben convertirse en mercancías para poder lograr la subsistencia. La economía andaluza pronto pasó a ser capitalista y con ella se fue construyendo una sociedad en torno a los mercados capitalistas de personas (mercado de trabajo) y de tierra (mercado inmobiliario). Desde entonces, Andalucía ha sido una sociedad polarizada entre una elite acaparadora de recursos y una masa ingente de personas desposeídas.

El origen de la trayectoria de la economía capitalista en Andalucía se encuentra en la conquista castellana, que genera el latifundismo o sistema de gran propiedad de la tierra, elemento básico del sistema socioeconómico andaluz. Según Sevilla Guzmán,

la gran propiedad crea un sistema local de dominación de clase ejercido por el grupo de terratenientes que monopoliza los medios de producción agraria con la fiel asistencia, a través de unas específicas relaciones sociales de dependencia, de un sector de la comunidad compuesto por unas clases sociales de servicio en cuyas manos se encuentran las instituciones económicas, culturales y políticas que controlan a nivel local la vida de la comunidad creando en la misma un específico orden social cuya organización económica determina la explotación del campesinado.

El capitalismo andaluz, a lo largo de la historia, puede ser calificado de extractivo en un doble sentido: uno, de extracción y puesta en el mercado de los recursos naturales; dos, de extracción de rentas y beneficios como resultado de la ocupación del poder político. En el primer sentido se hace referencia a los numerosos ejemplos de actitudes depredadoras de la naturaleza (por ejemplo: «modernización» agraria de la década de 1960, minería o turismo). El segundo sentido se refiere a la enorme capacidad de extracción que han tenido unas minorías locales o extranjeras a partir de su capacidad para tomar parte o influir en las decisiones de las instituciones estatales. El Estado español ha amparado esta situación para, de un lado, hacer viable el capitalismo español y, de otro, permitir a las elites andaluzas que organizaran a su gusto el capitalismo autóctono, explotando directamente o como testaferros de empresas de capital foráneo.

Con estos fundamentos se ha construido un modelo de economía capitalista extraordinariamente desigual. La contribución de la pobreza andaluza a la pobreza del conjunto del Estado se ha mantenido siempre en niveles altos. Para una población que es el 18 por ciento de la española, el porcentaje de personas pobres era del 30,3 en 1973, el 29 por ciento en 1981 y nunca bajó del 25 por ciento en las décadas siguientes. La economía capitalista es además patriarcal, lo que ha provocado que la situación de las mujeres haya sido bastante peor.

La pobreza es generada por la riqueza. Casi siempre. Y así, al igual que conocemos a los responsables políticos culpables de corrupción, igual es hora de conocer algunos nombres de personas y familias que tanto han ganado y ganan con la actual economía capitalista andaluza, la desigualdad y el clientelismo. Esas personas y familias viven en lugares cada vez más lejanos pues son propietarios de fondos de inversión que especulan con tierra andaluza, accionistas de empresas eléctricas, de bancos que operan en Andalucía, etc. No obstante, también se encuentran aquellas familias que desde decenios se han lucrado con el sistema social, político y económico andaluz, con la explotación de su tierra y su gente. Entre ellas se encuentran algunas del 2% de propietarios que controlan el 50% de la tierra. Esas personas y familias son, además, las principales destinatarias de las ayudas europeas de la Política Agraria Común (PAC a partir de ahora), flujo legal de dinero libre de clientelismo y corrupción. Algunas son las siguientes: la familia Mora Figueroa Domecq, con una fortuna calculada en 800 millones de euros, recibió de la PAC entre 2008 y 2016 unos 50 millones de euros; la familia Bohórquez y Domecq, con una fortuna de 500 millones de euros, recibió de la PAC en el mismo periodo temporal 36.6 millones; la familia Hernández, con un patrimonio de 850 millones de euros, se embolsó solo en 2016 casi 3 millones de euros en subvenciones; o Nicolás Osuna, con grandes negocios inmobiliarios, recibió en 2014 8,2 millones de euros. Y mientras, el poder que les otorga el dinero impulsa campañas para convertir en corruptos a la clase jornalera perceptoras de subsidios que apenas ronda el mínimo para subsistir.

Clientelismo e historia andaluza: repartir para acumular

En una sociedad tan injusta, polarizada y jerarquizada como ha sido y es la andaluza, el necesario consenso social se ha obtenido fundamentalmente a través del trato de favor originado en las relaciones clientelares. Para consolidar su control político, las elites andaluzas necesitaron poner en marcha mecanismos redistributivos en forma de repartos de tierra, beneficencia pública y privada en manos de la siempre aliada Iglesia católica, subsidios, expedientes de regulación de empleo y/o programas socialdemócratas tanto más radicales cuanto más amenazante se presumía la indignación de las clases populares. El clientelismo, desde el patronazgo señorial hasta el clientelismo de partido, ha estado presente en la historia andaluza.

A lo largo de la historia andaluza, unas pocas sagas familiares se sirvieron del poder para extraer rentas a partir de la apropiación de lo comunal, de la violencia física y cultural, etc. El cacique local, en nombre de la elite dominante, garantizó la compatibilidad del modelo político y económico andaluz dentro del Estado español; fue el nexo de unión entre el mando local y el poder con sede en Madrid. Por su parte, las mayorías dominadas y explotadas se podían dividir en dos grandes grupos, a saber: uno formado por gente que decide cooperar con el poder a la espera de que su sustento les sea otorgado por su favor; un segundo grupo compuesto por la gente que sufrirá mayor exclusión por favorecer la acción colectiva y la cohesión horizontal de la clase dominada. Son aquellas a las que cantaba Manuel Soto Sordera: «Con lo poquito que había / yo hice una partición / mis hermanos son aquellos / que tengan igual que yo.»

Tanto la nobleza como la burguesía utilizaron el clientelismo. La Restauración borbónica de 1874, por ejemplo, consolidó el poder de las minorías y estas cedieron tierras a arrendatarios que ejercieron un papel relevante para la dominación de la gran propiedad. La concesión de la tierra en régimen de arrendamiento siguió siendo, como antaño, una estrategia adecuada para asegurar fidelidades; también el reparto selectivo de los bienes comunales por parte de las autoridades municipales. Así, el fomento de la aparcería y la creación de colonias agrícolas, fueron medidas para contrarrestar la extensión del anarquismo en los campos andaluces.

Más adelante, la República fue impotente para acabar con un modelo clientelar de relaciones sociales al no abordar seriamente el problema de la estructura de la propiedad de la tierra. El franquismo fortaleció el control que las oligarquías andaluzas habían ejercido desde siempre en el ámbito local. La estructura administrativa franquista —Sindicato Vertical, Hermandades de Labradores y Ganaderos, Cámaras de Comercio, Juntas Locales Agrícolas, cooperativas agrarias, etc. — sirvió como un «vivero de colocaciones» y como plataforma para que lxs vencedorxs pudieran seguir manteniendo sus prácticas extractivas.

La práctica clientelar continuó, aunque sobre bases nuevas, tras la muerte del dictador. El llamado «consenso» de la Transición puede entenderse como el intercambio político producido entre los representantes más genuinos del gran capital y los representantes políticos de la época. El respeto a la propiedad privada de los medios de producción consolidó un clientelismo de Estado que ha sido administrado por los partidos políticos, convirtiéndolos en el epicentro de una nueva práctica clientelar. Como apuntó el profesor Cazorla, el viejo clientelismo personal fue sustituido por el clientelismo de partido. La clase política socialista se lanzó a la captura de un electorado acostumbrado a las relaciones clientelares. Así lo expresa el profesor Arenas:

El PSOE se fue convirtiendo en el gran patrón colectivo de la población andaluza. Como ocurrió con anterioridad en el primer franquismo, miles de personas se incorporaron a sus filas en los primeros años ochenta. Como los «camisa nueva» de antaño, una pléyade de ignotos socialistas, en menor medida comunistas, sindicalistas y empresarios, se aprestaron a gestionar el poder otorgado por las urnas.

Por tanto, la autonomía democrática que impide toda autonomía real tampoco ha contribuido a mejorar las cosas. Durante más de tres décadas, la clase política socialista ha utilizado a la Junta de Andalucía para construir pactos en los que han participado las grandes empresas foráneas, las elites locales, clientes del sistema político y algunas de las instituciones garantes del mismo, como patronales o sindicatos mayoritarios. Esa ha sido la enfermedad, el caso de los EREs ha sido uno de los múltiples efectos de la misma.

Contra el favor, el reparto

El clientelismo, relacionado claramente hoy día con la corrupción, es estructural en Andalucía. Antes, durante y después del PSOE o de la creación de la propia Junta de Andalucía como instrumento de no-autonomía. El latifundio y el mal reparto son elementos básicos para explicar esta situación. Señoritos, caciques, empresariado local o manijeros de capitalistas foráneos, abundan en un campo de juego donde las cartas están marcadas. Normalmente se sabe quién va a ganar. Y a perder.
Por tanto, tras los EREs continuará la dictadura económica, el mal reparto, el latifundio (de tierras y de otros muchos recursos colectivos). En una economía como la andaluza, dependiente y saqueada, la riqueza se concentra en pocas manos, manos cada vez más alejadas del lugar en la que se genera. Alimentación, agua, energía, tecnología, ahorros… Todo es controlado por corporaciones capitalistas que, en su mayoría, atienden a intereses que nada tienen que ver con los nuestros. Desde el poder que le otorga el poder comprar, el capital lo compra casi todo y a casi cualquiera. En estas circunstancias, la corrupción y el clientelismo son la norma. Por tanto, miremos más a la propiedad que al gestor político que le facilita el saqueo. Sin propietario explotador y corruptor no habrá manijero corrupto. Establezcamos, de nuevo, la lucha por el reparto como un grito de esperanza que nos libre de la clientela, la injusticia y el favor.

Este artículo tiene como base fundamental la obra «Poder, economía y sociedad en el sur. Historia e instituciones del capitalismo andaluz. Historia e instituciones del capitalismo andaluz» del profesor Carlos Arenas.

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