nº27 | mi cuerpo es mío

Un feminismo más allá de lo punitivo

Hace escasas semanas se generó una gran polémica a raíz del #Metoo. Intentaré poner en palabras lo que considero un escollo o contradicción en el surgimiento de este movimiento, que se nombra como nueva ola dentro del feminismo.

Una lectura mayoritaria, precipitada e incluso hegemónica, nos hablaba de un gran despertar, un cambio de época en el que las mujeres han tomado la voz para denunciar de forma masiva la violencia masculina. Este «para todas lo mismo», que exige de la Mujer en mayúsculas como sujeto de la enunciación, se ha revelado pronto como problemático. La oposición paradójica al movimiento, por parte de mujeres que no se sienten representadas, ha exigido en la historia del feminismo una invitación a pararse y reflexionar. Este antagonismo es negado sistemáticamente porque pone de manifiesto las consecuencias coercitivas y reguladoras de esa construcción, aunque se haya construido con el mejor de los fines emancipatorios.

María Jesús Izquierdo, doctora en Economía, profesora jubilada de teoría sociológica de la Universidad de Barcelona, aúna en su pensamiento feminismo, marxismo y psicoanálisis, y se me antoja una combinación interesante desde la que pensar la cuestión. He tenido el placer de conversar con ella y me lo contaba así:

«Cosas que estaban muy claras hace treinta años en el movimiento feminista como eran las condiciones económicas, el acceso a ingresos, la exigencia de servicios públicos, etc., han desaparecido de las reivindicaciones feministas. Ahora todo se centra en una cuestión que favorece que se conciba el problema en términos de comportamientos de los hombres y no de la estructura de la sociedad. Y es alucinante que el movimiento feminista, al menos en este país, en otros no, que ha sido tradicionalmente de izquierdas, esté diciendo en el fondo lo mismo que la derecha cuando se está refiriendo a cuestiones relativas a la violencia de género: señores muy malos y desviados a los que hay que reprimir etc.. Es liberalismo puro y duro.»

Coincido en que se ha hecho evidente un: «o estás con nosotras o contra nosotras». Donde la divergencia es tomada como traición y donde la palabra de unas toma forma de puñal para las otras: «Cuando hablamos de violencia hacia las mujeres, los términos que se utilizan tienen un valor signo, es decir, activan conductas de manera irreflexiva, y anulan la capacidad de juicio. Se asocia mecánicamente a un estado emocional que conlleva la necesidad de castigar y de agredir.»

Hay una llamada a no romper filas y también censura en nombre de lo bueno que pareciera anunciar el advenimiento de una nueva contra-sociedad. ¿Quién, tras ser haber sido excluida históricamente del pacto social no hallaría esperanza en un movimiento que promete una suerte de asilo, reposo y resurrección? ¿Quién no compraría un respiradero para posponer las dudas y dar rienda suelta a sus certezas? Todo muy evocador, si no fuera porque no es posible ninguna acción transformadora de la desigualdad que no acepte la ruptura, la divergencia, la fragmentación y la división como parte del proceso.

La introducción de una hiancia donde pretendía articularse una totalidad discursiva, desvela la imagen previa de una unidad ideal. La división toma la forma de una herida, tan profunda, que incapacita la posibilidad de aceptación de la diferencia y supura mucha violencia. Como bien argumentaba la psicoanalista Julia Kristeva, no hay manera de contrarrestar esa violencia sin entender que la creencia en una sustancia buena y sana, propia de las utopías, no es más que la creencia en la omnipotencia de una madre arcaica, plena, total, englobadora, sin frustración, sin separación, sin corte productor del simbolismo.

Contra un contrato socio-simbólico patriarcal, sacrificial y frustrante para las mujeres, la contra-sociedad feminista parece imaginarse sin prohibiciones, ni agresiones; libre y gozosa. Algo así como el retorno a un paraíso perdido. Como dice MJ Izquierdo, «nos cuesta mucho aceptar lo más terrible de nosotros: que la violencia y la agresión son intrínsecas al ser humano, y por tanto a cualquier sistema de relaciones. Así pues, puede haber sociedades que potencien la violencia en los sujetos, y sociedades que, partiendo del principio de que las personas arrasaríamos si no nos pusieran límites, crean las condiciones para ponernos unos límites que potencien la vida en común.»

No, no se trata de exculpar a los opresores, sino de retomar el análisis estructural del patriarcado; lo cual supone prever qué acciones es probable que se produzcan en función de la posición social que se ocupa, y el modo en que estamos estructurados y estructuradas psíquicamente. En cambio, si se analiza el problema en términos morales: sexualidad masculina depredadora / sexualidad femenina pasiva; hombre sujeto / mujer objeto; buenos y malos; culpables e inocentes; la violencia machista es un error, un fallo en el sistema, algo que no habría de producirse. Algo así como decir: el problema existe porque hay hombres malos. La solución pasa por eliminarlos o esperar a que cambien. Más allá de la omnipotencia narcisista que deja entrever esta posición, resulta cuanto menos paradójico «que el malo y el ángel salvador de nuestros males sea el mismo sujeto. Si se toma desde la perspectiva estructural, quien está en la posición hombre, está en la posición de ejercer violencia. Sea o no sea un hombre quien ocupa la posición social hombre. No está asociado ni a la genética, ni a las hormonas, sino a cómo determinadas posiciones sociales comportan ciertas conductas.

Es más, aun no queriendo examinar el tema en términos morales, en los hombres se constata un sujeto moral. Es decir, si las condiciones estructurales favorecen la explotación de las mujeres por parte de los hombres, muchos hombres se resisten a las condiciones sociales que ponen a las mujeres bajo su bota. Es decir, los hombres no son tan machistas como podrían. La violencia, no es tanta como podría ser. De donde no se sigue, e invito a que nadie lo tome así, que esté suponiendo: ¡qué bien, qué contenta estoy! Que haya poca violencia de género indica, por un lado, que los hombres no se dejan subyugar por el machismo en la medida en que lo favorecen las condiciones estructurales, y que en las mujeres hay menos resistencia de la que cabría esperar por ocupar la posición que ocupan.»

Tomar esto en consideración, quizás nos permita separarnos de lo mesiánico y devolver el problema al ámbito de la acción política. Más allá de la denuncia, del castigo y de lo punitivo, sigue siendo necesaria una acción feminista que pueda, en palabras de mi interlocutora, «luchar contra la desigualdad no porque sea mala, sino porque nos hace hostiles a la vida y amenaza con destruirnos a todos».

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