nº33 | todo era campo

Sevilla:

dos exposiciones y una sinrazón

La marca Sevilla, entendida como los argumentos históricos y espaciales que la han conformado, es un estuario en el que confluyen varios ríos. Entre ellos, el siglo XX proporcionó dos: sus exposiciones. Estas, con sus luces y sombras, explican en parte la personalidad, además de la realidad física, de la Sevilla que se abre camino en el siglo XXI. Tanto la Exposición Ibero-Americana de 1929 como la Universal de 1992 perseguían servir de acicate a la modernización y apertura al mundo de una ciudad que ha tendido, al menos en la contemporaneidad, a una actitud acomodaticia y conformista. 

La idea de ciudad en el encuentro iberoamericano deriva de los continuos devaneos de la Sevilla de la Restauración, entre renovación y conservadurismo, escorados casi siempre hacia el segundo término. La bancarrota municipal a la que abocó la deuda de la exposición en 1934 fue un buen reflejo de la incapacidad de la ciudad para llevar a cabo operaciones de calado sin resentirse. No obstante, existe una herencia tangible e intangible de aquel certamen. Sevilla incorpora por fin piezas urbanas potentes más allá del casco y arrabales (Sector Sur de la Exposición, Nervión, El Porvenir, etc.), aunque casi todas compuestas de edificios de baja densidad para familias acomodadas. Esto fue paralelo al desarrollo de barriadas marginales que la rodeaban por casi todos sus flancos. En lo intangible, la huella de aquella exposición fue mayor. Se trata de la Sevilla eterna, la idealizada, la que retratan Manuel Chaves Nogales, Luis Montoto, José María Izquierdo; pero también Cernuda o Juan Ramón Jiménez; la ciudad que vivió con protagonismo la segunda edad de oro de la literatura española; la que combinaba la gracia y el costumbrismo, los palacios, las iglesias y los corrales de vecinos; el paraíso que se resumía en un jardín, en un patio, en un verso, pero también la que se polarizaba socialmente y era asiento de toda miseria, tanto en su corazón como en sus periferias.

Si con la Exposición Ibero-Americana Sevilla reaccionaba a la crisis noventayochista, la Exposición Universal de 1992 supuso el corolario de la urbe, ya metropolitana, que sintetizaba las bondades y optimismos de la nueva etapa democrática. Tres circunstancias la antecedieron: la elección de Sevilla como capital de la Andalucía autonómica, la coyuntura económica favorable de la segunda mitad de los años ochenta del siglo XX y la aprobación del plan general de 1987, el primero de la nueva etapa democrática. Sevilla, que había crecido de forma desorganizada a partir de las vías de acceso, creó una serie de anillos de circunvalación que aliviaron la ronda histórica. La maraña de barriadas que se habían construido con subvenciones públicas, mal articuladas y con escasos servicios, pasa a conformar piezas urbanas de mejor lectura en el plano urbano. Además, la renovación de los grandes sistemas de transporte y la recuperación de no poco patrimonio histórico para instituciones públicas (San Telmo, Cinco Llagas, etc.) se acompañan de nuevas y potentes zonas de expansión urbana (Pino Montano, los Bermejales y Sevilla Este). Paradójicamente, el espacio en el que se concentraba el grueso de las instalaciones de la Exposición Universal, la llamada Isla de la Cartuja (sí Cartuja, pero no isla), mantendrá una importante desconexión mental con el resto de la ciudad en tanto que su planificación y gestión no generaron ciudad, sino solo lugar de trabajo y, en menor medida, de ocio. La negación del uso residencial es una idea respetable, pero condenó a esta gran pieza urbana a su utilización solo durante las horas laborales o, en todo caso, de apertura de sus parques (Alamillo, Jardines del Guadalquivir, Isla Mágica, etc.) y, en consecuencia, a la presencia de una gran barrera psicológica, la dársena, poco permeable a considerar este gran espacio urbano del noroeste de la ciudad como plenamente ciudadano.

En lo simbólico, la Exposición Universal fue menos prolífica que la anterior. Su germen coincidió con el proceso globalizador, en el que las ciudades se abocan a la mercadotecnia competitiva y sus recursos culturales se comercializan. Sevilla, aun convirtiéndose en una ciudad mercantilizada y pasto de la turistización, terrible neologismo, se ha quedado a medio camino entre la realidad y el deseo, parafraseando a Cernuda. Mantiene la nostalgia de ese tiempo que nunca fue, o que fue algo bien distinto a lo que nos imaginamos hoy, y se mantiene hambrienta de verdadera modernidad, esa que no dan los rascacielos banales ni las arquitecturas espectáculo, sino la innovación y la creatividad.

Pero soy optimista. Sevilla mantiene islas que, más allá del encefalograma plano que hoy proyecta la parte meridional del casco histórico, destellan y son signo de que aún hay vida. Todos los días se libra una sorda batalla entre el monocultivo de los apartamentos turísticos y las propuestas múltiples y variadas de aquellxs que, aunque menos visibles, tienen algo que expresar. La tendencia es que, al menos el centro, se convierta en un desierto paradójicamente abarrotado: de monumentos, de turistas, de bares… pero sin sevillanxs. Al final, aunque de forma dramática, se está cumpliendo el viejo lema machadiano, pero no creo que él lo calificase hoy de ¡oh, maravilla!

Sin salir de la paradoja, y huérfanas de ambas exposiciones, otras zonas de Sevilla están afianzando su condición urbana y ofreciendo laboratorios nuevos con los que entender la ciudad que siempre se reinventa de la manera inesperada. La Macarena más allá de la Ronda, la Triana más allá de la Cava, los nuevos puntos de la periferia donde, con sus contrastes, renace trasplantado el espíritu sevillano en forma de balaustre, peña y cofradía, pero también de nuevos perfiles humanos, de asociaciones, de inmigrantes, de espacios colaborativos.

Hoy el mapa de Sevilla es tan complejo que no está pintado en ningún sitio. Las exposiciones, como espejos en los que la ciudad se miró un día y de cuya imagen recogió lo que le apeteció, siguen siendo un referente que explica algo, pero no todo ni mucho menos. La explicación de la personalidad urbana de Sevilla, arrolladora y sentimental, no está solo en su pasado, sino en su capacidad, aliñada de soberbia, de entender el mundo sin salir de la plaza de cualquier barrio. Lo universal aquí se hace provinciano, pero a partir de ello también hay quien inventa lo sublime. A Sevilla hay que entenderla en su sinrazón.

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