nº31 | la cuenta de la vieja

Las «arcas del Estado», la «hucha de las pensiones» y los «subsidios para pobres»

Pensiones y subsidios contributivos o de la hucha

El dinero que recauda el Estado es depositado en dos cajas, la de Hacienda o Agencia Tributaria, llamada coloquialmente las «arcas del Estado», y la Tesorería General de la Seguridad Social, o «hucha de las pensiones y los subsidios». Aunque tanto las arcas como la hucha son gestionadas por el Gobierno central, son independientes en lo fundamental. El arca es, con mucho, la que más dinero recauda, de más heterogénea procedencia y la que provee para la gran mayoría de los servicios públicos. Se nutre de todos los impuestos, tasas y aranceles, los beneficios de las empresas públicas (si los hay), la venta de patrimonio público y la emisión de activos en los mercados financieros (deuda pública).

La hucha se nutre solo de las cotizaciones de las personas reconocidas legalmente como trabajadoras, por cuenta propia o ajena. Y con eso es con lo que el Estado paga las pensiones y subsidios. Es un circuito cerrado que, con propiedad, es llamado el Sistema de la Seguridad Social. Sus antecedentes están en las cajas de resistencia de los sindicatos de antaño y de los gremios aún anteriores, solo que aquellas huchas eran autogestionadas y esta es estatal. Puede compararse a la economía de una familia en que madre y padre ponen una hucha para su prole, que recibe el dinerillo que lxs chiquillxs consiguen de actividades menudas (hacer recados), y de la que ha de salir, en exclusiva, la partida para algún gasto suyo, como la ropa.

Es decir, las pensiones y subsidios están excluidos del principio de universalidad ciudadana que caracteriza el resto de la estructura presupuestaria del Estado: de lo que hay en las arcas sale para todo, desde aeropuertos a satélites pasando por ejército, televisiones públicas, escuelas… según cuantías y proporciones que el poder ejecutivo decide conforme a la estrategia política adoptada. Esto supone que todxs, en nuestra condición ciudadana, contribuimos a sostener el aparato judicial, aunque no tengamos pleitos; el Ejército, aunque no tengamos intereses en los dominios enemigos; la Policía, aunque no seamos jaranerxs; la escuela, aunque no tengamos hijxs; los trenes veloces, aunque viajemos en autostop; los desfibriladores hospitalarios, aunque seamos de la liga antitabaco… Excepto los subsidios y pensiones, costeadas y percibidas solo por quiénes reúnen los requisitos de trabajadorxs legales.

Es a este sistema de la hucha al que se refieren autoridades y líderes sindicales cada vez que nos advierten paternalmente que el Sistema está al borde de la quiebra. Y si sus admoniciones no bastan a resignar a la sufrida población subsidiada, para eso están los expertos con su retahíla de porcientos. Pero con la misma insolencia irreverente que mostró el niño de El rey desnudo, podemos preguntar: ¿qué razones impiden que se transfiera dinero desde las arcas a la hucha?; ¿qué impide que desaparezca la hucha y todo llegue a las arcas y de ellas salga para todo según las prioridades que decidamos la ciudadanía? Trasladar la lógica que se sigue con la hucha, por ejemplo, a aeropuertos, o a trenes veloces, o a escuelas, supondría convertir a cada uno de esos servicios públicos en sistemas, en huchas incomunicadas. Sería entonces sostenida cada una de ellos solo por quienes los usaran: los aeropuertos los pagarían los aeronautas y en la proporción que los usaran, y así. Pero no, esos servicios los pagamos todxs.

Por tanto, las pensiones y subsidios son a la clase trabajadora lo que la ropa al niño de la hucha: si se agota lo que queda en las huchas, fin de pensiones, subsidios y ropa. Que vistan harapos, aunque sigan con fondos las arcas de sus familias, doméstica o pública. Claro que siempre quedarán los rufianes del barrio a quienes el niño ve prosperar y que lo invitan a iniciarse en la ratería; o los banqueros, con sus irresistibles planes de pensiones para el «sufrido trabajador». Pero dejemos la ironía fácil. Queremos simplemente mostrar la consustancial minoría política de las clases laborantes, tan notoria como la minoría de edad de un niño.

Pensiones y subsidios «no contributivos» o de «las arcas»

Existen otras pensiones y subsidios, los no contributivos (a estos subsidios les llaman ahora «rentas»). Aunque los paga la Tesorería de la Seguridad Social, no forman parte del sistema de la hucha, pues el dinero para pagarlas sale regularmente de las arcas. Son las que se pagan a la ciudadanía no productiva, pues, según la ciencia económica, no contribuyen al crecimiento de la economía. Son personas desposeídas de medios de vida propios y excluidas de los mercados de trabajo, «desempleadas estructurales» en jerga experta.

Tres son las diferencias fundamentales de los subsidios y pensiones no contributivas respecto de las otras: la cuantía que se percibe, el sujeto beneficiario y los requisitos para percibirla. La cuantía de las no contributivas es inferior a las contributivas, de modo que, si los perceptores de estas llegan a duras penas a sufragar lo más perentorio, los atenidos a las no contributivas, definitivamente, no llegan. El sujeto perceptor de los subsidios no contributivos es la familia, no el individuo como es en las contributivas: es la familia la que tiene que demostrar estar en la indigencia. Y los requisitos: los subsidios no contributivos están minados de laberínticas condicionalidades que requieren un trabajoso esfuerzo para reunir los papeles, porque, aunque la burocracia ya no dice «vuelva usted mañana», dice «le falta un certificado». Con razón han sido llamados «oposiciones a pobre» que periódicamente las familias han de volver a pasar para no perder el estatus de pobres legales.

Pensiones y subsidios: «gasto social»

Mirar con algún detenimiento los subsidios y pensiones nos lleva a corroborar que nuestras sociedades de bienestar están enteramente ahormadas a la exigencia superior del trabajo y el crecimiento; son, como las llamó Hannah Arendt, sociedades del trabajo. Las autoridades lo repiten a toda hora, como el Gran Hermano: «Trabajar para crecer, para trabajar, para crecer. ¡Ay de aquellos que no crezcan!», etc. Efectivamente, el sistema de los subsidios (contributivos y no contributivos) es una obra de ingeniería burocrática ajustada para que la necesidad perentoria de trabajar rija todo el cuerpo social y aun el «puesto de trabajo» más degradante sea cubierto.

Por eso, si las contributivas siguen pendientes de una hucha que no da para más no es por apego a tradiciones decimonónicas, sino porque es un legalismo útil para mantener su cuantía rayana en la indigencia y a sus beneficiarios en necesidad agónica de lograr cualquier empleo para mal llegar a fin de mes. Y si la cuantía de las no contributivas es todavía menor no es porque las arcas estén escasas (la estructura del presupuesto público variaría apenas nada igualándolas a las contributivas), sino para mantener en la indigencia a quienes son expulsados de los mercados de trabajo, como pedagogía que avive en toda la sociedad el fervor al trabajo y el desvelo por una eficiente productividad.

Y la condicionalidad no está para evitar el fraude y ahorrar, pues lo que se economiza en picaresca se gasta vigilándola: es también un inri a los que no trabajan y una advertencia a los que sí. Pero la condicionalidad de los subsidios es seguramente más inicua que su insuficiencia, porque si esta afecta a las condiciones materiales aquella ataca a las condiciones del respeto propio: la condicionalidad y la eventualidad arrojan a las multitudes desposeídas y, tras ellas, a todas las amenazadas con descender en la «escala del bienestar», a miserables estrategias de servilismo, medro, insolidaridad, agradecimiento, fullería y resignación. En definitiva, a una normalización de la dependencia y el clientelismo de la que emana esa atmósfera sucia que respiran todas las sociedades en las que los derechos no están garantizados sino que tienen que regatearse en mercados negros o con favores. Esa atmósfera mina las condiciones para el desarrollo de la autonomía solidaria de la persona y daña la moral cívica, los mínimos para la democracia, como supo ver desde la lucidez amarga del exilio María Zambrano (Persona y democracia).

Las autoridades justifican la exigüidad y condicionalidad de los subsidios recurriendo a la proverbial distinción entre gasto social e inversión productiva. La distinción nos la explican después su cohorte de hieráticos analistas: el dinero que se destina a los grupos y actividades improductivas es dinero perdido, pues no contribuye al crecimiento. No así el dinero destinado a inversiones productivas, que sí crean riqueza. Así justifican que, en comparación con lo que sale de las arcas para subsidios y pensiones, salga muchísimas veces más para, pongamos por caso, trenes veloces, autopistas o guerras «preventivas»: «inversiones productivas» todas, como sabe, no ya unx expertx, sino cualquier estudiante de Ciencia Estadística y Económica. Ante todo, no hay que poner en riesgo la productividad de la economía, pues de lo contrario —aseguran lxs expertxs— no solo serían solemnemente pobres los que todavía lo son hoy, sino que caerían también en la Necesidad quienes gozan ahora de confortable estándar de consumo.

Conclusión: ¿todo por el trabajo y el crecimiento?

Este siniestro sistema del bienestar no es producto de la confabulación de mentes sádicas, como tampoco la mentira de una minoría ahíta de poder que derrocha abundancia obscena aupada en la «explotación» (¿?) de la «clase obrera» (¿?). Simone Weil, desde la radicalidad y la «razón poética» (que postuló María Zambrano), hablaba de una cadena de opresión que atraviesa nuestras sociedades, una «fuerza» que somete tanto a quienes mandan como a quienes obedecen (La Ilíada o el poema de la fuerza). En nuestro tiempo, esa cadena de opresión está fundamentada en el mito de la necesidad que persigue a los seres humanos desde el principio y de la que vienen escapando precariamente mediante el trabajo creador. Es el relato que la ecología política ha dado en llamar «crecentista». Según el relato, las grandes proezas humanas han sido las primeras herramientas, la aparición del excedente y la revolución industrial. No la palabra, la conciencia ética o la razón poética que, en todo caso, habrían sido posibles gracias a aquellas y, como creía Marx, estarían determinadas «en última instancia» por aquellas.

El trabajo es, pues, la clave de bóveda del orden de sentido de nuestro mundo. Parecería irreverente cuestionarlo y, sin embargo, vienen haciéndolo algunxs autorxs desde que la idea fue concebida: H. D. Thoreau, J. Ruskin, M. Gandhi, P. Geddes, A. Huxley. L. Munford, S. Weil, H. Arendt y, en nuestros días destacadamente, J. M. Naredo. No podemos condensar aquí sus argumentos contra la noción de trabajo. Baste decir que rechazan la reducción de la extraordinaria diversidad de actividades humanas a la triple clasificación jerárquica que conlleva el mito del trabajo: trabajos productivos, trabajos no productivos y actividades recreativas; que prefieren la noción aristotélica de zoom politikon a las trabajocéntricas homo económicus, u homo faber; que piensan que riqueza no es abundancia, sino dominio, y que pobreza no es escasez, sino sometimiento; que, en consecuencia, mayor riqueza no comporta menor pobreza, sino su agravamiento; que la propiedad privada (que todxs defienden) no debe estar concentrada, sino repartida, para que no sea un instrumento de dominio, sino un medio de empoderamiento que garantice a cada quien un lugar igual en la comunidad política.

En fin, derribar al trabajo del pedestal en que lo mantiene la ciencia económica de Adam Smith y Karl Marx, deja sin sentido la sociedad de trabajo e invita a un cambio de rumbo, ya no en pos del crecimiento, sino de la justicia como equidad (J. Rawls) y la libertad, entendida como mutua dependencia con otros (republicanismo, anarquismo). Acercarnos a ese horizonte utópico no evitaría que siguiéramos realizando muchas actividades para sostener el sentido y el valor de vivir, y algunas de ellas serían, como bien señala Arendt, intrínsecamente ingratas y no obstante inexcusables. Estas habría que reducirlas todo lo posible y repartirlas conforme a criterios de equidad. Pero una vez roto el molde del trabajo, habría que decidir deliberativa, democráticamente, qué merece ser hecho, con qué prioridad, para qué fines y por quiénes, alentando todo lo posible a la diversidad de respuestas y de concepciones del bien, para evitar el unitarismo y el perfeccionismo moral. 

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