Es una guía turística mundial irónica del colectivo Left Hand Rotation, que mapea monumentos erigidos a la memoria de muertes colectivas, ya sean víctimas de crímenes a la humanidad durante la era del Capitaloceno en sus más variadas formas o provocadas por fenómenos naturales y accidentes. También un documental, «Monumento catástrofe», del género road-movie y filmado recorriendo unos cinco mil kilómetros en Portugal.
El pasado 11 de marzo se conmemoraron veinte años del «peor atentado ocurrido en España y en Europa». Ciento noventa y tres personas murieron al explotar varios artefactos en trenes de Madrid y alrededores en un ataque perpetrado por la organización yihadista Al Qaeda. El monumento a las víctimas, un cilindro de grandes dimensiones construido con ladrillos de vidrio pulido e inaugurado en 2007 junto a la estación de Atocha, se desmontó a comienzos de este 2024 para la ampliación de la línea 11 de metro. El Ayuntamiento decidió que la mejor manera de mantener viva la memoria de las víctimas era regalando, en una especie de mercadillo sin precedentes, cada uno de los ladrillos a los madrileños y madrileñas. Mientras algunas personas acudían al lugar con carritos de la compra para poder transportar varias piezas de una vez, muchos de los ladrillos comenzaron a aparecer a la venta en internet por un precio que oscilaba entre los cincuenta y los doscientos euros. No muy lejos de allí, en San Agustín de Guadalix, el Ayuntamiento de la localidad decidió diluir toda referencia al 11M en el también monumento en recuerdo a las víctimas inaugurado en 2005 para convertirlo en un homenaje a la Guardia Civil, un proceso que ha durado más de una década en la que se han añadido mensajes en nuevas placas y movido la estatua de lugar.
El último espacio profano
de enfrentamiento con lo desconocido
Como se ve, tantas veces contemplado como un elemento ornamental, el monumento público a la catástrofe está, sin embargo, cargado de ideología y valores funcionales, siendo más útil a la legitimación del poder instituido que a la recuperación de las comunidades afectadas por el desastre. Esta función se evidencia no solo en el selectivo homenaje a la memoria, sino también en la práctica del olvido, que clasifica la tragedia según la calidad de sus víctimas o evita, deliberadamente, la revisión histórica de las atrocidades de Occidente. Sintomática de esta utilidad es la constante modificación simbólica de muchas de estas esculturas, cuyas alteraciones acompañan la evolución ideológica de los territorios en las que se erigieron.
La tendencia a la desigualdad y a la represión, latente en toda relación de poder, se refleja en las mismas categorías con las que el lenguaje clasifica el desastre: epidemia, accidente, hecatombe, aniquilación… La cosa se complica cuando detrás de su significado hay una responsabilidad humana indudable: atentado, matanza, masacre, genocidio, feminicidio, LGTBI-fobia, guerra… La elección de una u otra a la hora de describir una muerte colectiva revela una posición política y prueba de ello son los encendidos debates que disputan la narración de la historia. ¿Cuán específico era el objetivo de la violencia? ¿Cuán específicas sus víctimas?
El monumento y el viaje están conectados en su origen, en la forma del menhir, del dolmen, del crómlech, nacidos en el universo nómada del Neolítico. Estas primeras y sumamente sencillas intervenciones humanas sobre el paisaje detonaron complejos significados ligados a la muerte de seres mitológicos, a la trashumancia, al territorio, a los otros, a las múltiples encrucijadas del nomadismo. Sistemas de orientación o espacios para el ritual, los monumentos megalíticos señalaron caminos, tangibles o iniciáticos, conduciendo a la humanidad a un territorio siempre desconocido.
Hubo un tiempo en el que el acto de caminar posibilitó la aparición del universo simbólico, fruto de la especulación intelectual y creativa. Pero la vida sedentaria, que dio lugar a las ciudades y al excedente, a las guerras y las jerarquías, hizo también del acto de caminar una práctica salvaje, antagonista del tiempo útil y productivo, tolerada apenas en un periodo de excepción; una excentricidad lúdica con la que rellenar una pausa en la rutina laboral, tristemente destinada a regenerar la fuerza de trabajo.
La industria turística ha reducido el viaje al puro desplazamiento, un reseteo en nuestras coordenadas cotidianas, de una naturaleza tan efímera y superficial, que solo podemos conjurar la frustración vomitando una compulsiva colección de imágenes como sucedáneo de la experiencia. Este viaje, practicado como fuga de lo cotidiano, como forma de escapar de los espacios y los tiempos de la costumbre, cada vez tiene menos lugares a los que ir. En un mundo globalizado, el territorio desconocido ha desaparecido del mapa. En un mundo de pandemia, la industria de movilización de masas de consumidores colapsa y manifiesta todos los síntomas de su profunda insostenibilidad.
La huida no es posible. ¿Por qué continuar gestionando la demora de lo inevitable? Allí donde el turismo tiene éxito, antes o después se vuelve autodestructivo. Del viaje, entendido como un camino de transformación, queda apenas un Leviatán que nos separa. Paralelamente, un turismo del morbo surge para seguir dotando al viaje de una nueva trascendencia. El turismo necrológico viaja a Auschwitz, visita la Zona Cero, planifica una ruta por Chernóbil y Fukushima, peregrina por los espacios de la masacre y el atentado, del genocidio, de la bomba atómica, de la guerra. ¿A qué tipo de redención nos guía el tanatoturismo? ¿Qué significados sacrificamos hoy en los cenotes del Yucatán? ¿Pueden los homenajes a las víctimas de la tragedia ser el último espacio profano de enfrentamiento con lo desconocido?