Han sido muchos los litros de tinta usados para reclamar la soberanía sobre los cuerpos y la sexualidad propios, y esta tarea es básica, aunque esté aún en proceso. El discurso se ha centrado en la libertad de vestir como se desea, de expresar el deseo, la importancia del consentimiento, del derecho a nombrar la identidad, de legitimar las diversas formas de existir… pero quisiera enmarcar este reclamo en el autocuidado.
Desde 2005, Richard Serra realiza, como exposición permanente en el Museo Guggenheim de Bilbao la instalación escultórica monumental La materia del Tiempo. Consta de ocho obras de gran tamaño construidas en acero que ocupan una sala entera y que impactan a la vista. La experiencia de pasear entre ellas hace comprender que es una obra donde quien experimenta, el sujeto, es fundamental, tan importante como la obra misma y que da lugar a tantas experiencias sensoriales como personas se entreguen al momento, hay tantas obras como sujetos, incluso tantas obras como momentos vitales. Una suerte de pasillos cuyas paredes, unas veces circulares, otras inclinadas, otras rectas, o asimétricas, o desiguales… vivas, en definitiva, te obligan a adaptarte al entorno hasta encontrar el equilibrio, la comodidad. De manera orgánica los pasillos son recorridos adaptando nuestro cuerpo y nuestros movimientos a la misma obra y llegando a formar, el público, parte de la obra misma, dando lugar a una danza inconsciente que busca la aceptación en ese contexto, evitar el rechazo, minimizar la incomodidad. Pero, llegar a esto, fuerza a generar acciones artificiales, adoptar posturas antinaturales y experimentar sensaciones sutilmente incómodas. La obra representa con grandiosidad lo que el marco estructural y cultural hace con cada persona, una herida que es al mismo tiempo herida y curación, adaptarse… doblegarse y, en el mismo acto, sentir las bondades de la aceptación.
Esta equilibrada postura en que nos coloca la escultura me hace reflexionar sobre el cómo adoptamos manierismos (en psicología se refiere a movimientos, gestos y posturas extrañas o desproporcionadas asimiladas en lo cotidiano) de supervivencia en la sociedad machista. ¿Qué deformidad hemos asumido? ¿Qué extrañas posturas necesitamos para adaptarnos? La cosificación y la sexualización como falso empoderamiento; el cuidado de otrxs por encima del propio; el vínculo íntimo con personas que no te tratan bien; soportar situaciones dañinas; permitir la invasión del espacio propio; dudar para defender los derechos propios o no hacerlo directamente; tener conductas perjudiciales para unx mismx; comportamientos autodestructivos; dietas insanas; ropas lejos del bienestar; no pedir lo que se necesita; altísima autoexigencia; no aceptar cumplidos; no hacer cosas placenteras; no pedir ayuda; dar demasiado; no cuidarse bien físicamente… La estructura sobre la que hemos construido la vida nos daña, lo sabemos, nos desconecta de sentirnos, de leernos y escucharnos, nos impide poner límites que nos protejan, desarrollamos temor de lo que sentimos porque eso nos pone en peligro… en definitiva, nos relegamos a otro plano porque lo prioritario es no ser rechazadx (por el sistema patriarcal).
Algunas investigaciones muestran cómo los ambientes abusivos impiden el desarrollo de patrones de autocuidado debido a la internalización de las miradas de las figuras abusivas. En el caso del machismo, hemos aprendido a sucumbir a estas violencias ante el vacío inhóspito de la falta de respuesta del entorno o ante el recrudecimiento de la situación cuando nos rebelamos. Esto nos aleja definitivamente del bienestar y de la satisfacción personal.
¿Qué es el bienestar o la satisfacción personal? Es la evaluación que hacemos de nuestra experiencia en relación a un estándar que está muy marcado por el entorno en que se vive. Está muy relacionado con el sentimiento de merecimiento, de derecho y de expectativas. De este modo, las condiciones sociales impactan sobre la idea de lo que creemos que merecemos y esto nos hace perseguir determinados objetivos porque nos lo merecemos, nos hace poner los límites de lo que creemos que tenemos derecho, como los tiempos de descanso, y nos determina lo que esperamos de cada situación: por encima o por debajo de tal umbral es o no suficientemente satisfactorio. En el plano sexual tenemos ejemplos muy claros de esto, lo que se ha venido en llamar «injusticia intima» (Sara McClellan habla de «justicia íntima» para visibilizar cómo impacta la desigualdad social y política sobre las experiencias de intimidad): las mujeres asumen que al menos sus primeras experiencias irán asociadas al dolor —la clitoridectomía simbólica—, es decir, muchas mujeres no tienen conciencia de su clítoris hasta que aparece el primer orgasmo. La evidente brecha orgásmica o la informal encuesta realizada en Twitter por McCleland, para su investigación sobre «justicia íntima», donde se revela que la satisfacción sexual en los hombres se relaciona con que todo vaya según lo previsto y que tengan orgasmos; y, sin embargo, las mujeres hablan de satisfacción cuando no hay dolor. Perseguir el bienestar sexual debería relacionarse con el disfrute de manera consensuada, responsable e igualitaria, no con amasar fortuna orgásmica; con autocuidado en el sentido de saber poner límites al dolor y buscar lo que te da placer. Por extensión, ampliando el foco para observar el bienestar vital, buscar una confortable posición vital sin manierismos, generar los límites protectores que nos dejen aire para respirar porque lo merecemos y tenemos derecho a ese aire, considerar que nuestro dolor es suficientemente grande para ser nombrado, entender que no nombrar ese dolor forma parte del enfermo contrato sexual entre hombres y mujeres que ha sido internalizado y encarnado.
El autocuidado, desde esta perspectiva, es generar una confortable burbuja dentro la cual hay bienestar por merecimiento —por derecho— y es justo esa la responsabilidad que tenemos para proclamar que mi cuerpo es mío.