nº23 | mi cuerpo es mío

La generación susurro

Nuestras madres y padres y tutores convivieron en Andalucía con hambre, hacinamiento, violencias machistas, sexuales, abusos y pobreza. Nuestras historias familiares se parecen demasiado: alcohol, abandonos, muches hijes, cuidados insostenibles, reveses económicos, enfermedades… ¿Quién dice que aquella historia no era la nuestra? Tuvimos un pase para estudiar, hacer una carrera y olvidarlo pero en nuestras infancias tenemos aún los susurros de las noches en las que se ideaba un plan para comer al siguiente día, los gritos ahogados de nuestras madres y la desesperación de nuestros padres porque no había, el miedo a la cartas certificadas que venían de cualquier organismo del estado. Los rezos a la Virgen del Carmen que gobernaba solemne el cabecero de la cama… las crisis de quienes siempre han estado en crisis. Y, aunque tuvimos un “pase a la otra vida” no teníamos la seguridad del vecino cuyo abuelo tenía grandes tierras o una empresa de muebles. Ni la aplastante confianza en sí misme de quien llevaba al colegio el último modelo de estuche.

Crecimos con el complejo heredado de la pobreza. “Siempre me he sentido inferior a los demás”, me dijo mi Antonia un día. “Yo creo que era porque era pobre”. Nuestras casas eran sólo un rincón para vivir. ¿De dónde sacarían las casas les otres niñes? ¡Reconocedlo, reconocedlo! Hemos sentido vergüenza de nuestras casas. Porque la pobreza -y qué bien amarrado lo tenéis- genera vergüenza. ¡ENCIMA! Una amiga tenía una casa con patio de mármol y con columnas. ¡Con columnas! ¿Cómo pensar que éramos iguales?

“No hemos sido ambiciosos”, decía mi madre. “No hemos aspirado a nada”. Nuestra generación, la que ya era otra generación, la que tuvo el pase para estudiar… sí aspiró a mucho. Toda la casa lloró con orgullo la llegada del primer título a la familia, la llegada del primer trabajo… En nada nos dimos cuenta de que trabajando nadie se hacía de oro. ¿De dónde sacarían las tierras los señores de las tierras? ¿Por qué mi familia no tuvo? Se cuentan en tu casa historias de aquel tío rico que lo perdió todo. Aquella tía que tenía educación de señorita. Todo el mundo parece haber tenido un pasado glorioso que perdió en alguna parte. La bebida… Lo perdió todo por la bebida. Nadie se pregunta por qué se bebía. La conclusión es clara y concisa: la culpa es nuestra. No hicimos lo suficiente. Pudimos haber tenido pero no tuvimos. A mi tío lo pudo haber criado una duquesa que se antojó de él, pero su madre no lo quería dar. ¡Hubiera podido tener tantas cosas!

Nuestra generación, la otra perdida que tiene títulos y carreras pero que es prima-hermana de la pobreza porque tiene roce con ella, en su mente nunca cree que tenga derecho a nada. Cuando vamos a una casa con muchos más recursos que los nuestros, nos sentimos más cómodas charlando con las geniales “señoras de la limpieza”. Queremos abrazarlas, nos sentimos a gusto. Estamos en casa… Ése es nuestro sitio. Nunca nos sentimos más que nadie. ¿Es que hay que sentirse más que nadie para poder lograr algo en la vida? Sí, mamá, hay que sentirse más que nadie. Todo el mundo nos empuja –a esta generación perdida- a que ocupemos el lugar que nos pertenece. Mi padre me lo recordaba todos los días: “mira a Fulano que se ha metido en esto en el Ayuntamiento”. ¡Hay que espabilar, hay que espabilar! Tienes demasiada vergüenza.

La Juani, la trabajadora del hogar de Médico de Familia, era andaluza. Nuestra Generación Susurro creció viendo esta serie. Hubiera sido genial que se pusiera en contexto la situación de La Juani. Serie aparte para ella…

Nosotres sabemos que ocupar ese lugar es traicionar nuestras raíces porque hemos podido usar esa educación para darle la vuelta al sistema, para denunciar nuestras propias miserias… Porque hemos usado nuestra educación para dar voz a nuestros pasados y nuestras memorias. Porque hemos usado la educación para lo que hay que usarla: no para hacernos de oro, ¡para exigir contextualización y justicia! Así, hemos hecho investigaciones para averiguar de qué material exacto estaban hechas las lágrimas de nuestras madres, las voces perdidas de nuestras abuelas… Hemos querido vengar los susurros que espantadas escuchábamos en la noche, el terror que no venía de la tele. Ese “¿Qué vamos a hacer Manolo?” que tu madre nunca quiso que escucharas. Pero tú lo escuchaste.

Queremos vengar a esa niña perdida y sola. Y hemos llegado a una conclusión esta generación perdida: la poca clase media que una vez existió en Andalucía, esa poca clase media a la que representábamos las primas hermanas –por el roce- de la pobreza, era el enlace necesario para dar voz a todo lo que nos ocurría y nos ocurre. Vamos a empezar por el derecho al conocimiento situado. Por el derecho a no hacer de nuestra historia una excepción dentro de La Historia.

Mi otra generación perdida: la andaluza que era pobre pero decimos “humilde” para que nadie se espante, no es una excepción. Han sido y son la rutina de todos nuestros puñeteros días. La soledad de una generación que, aunque formalmente formada, no tiene acompañamiento en sus altos vuelos, ni tutores que le ayuden en la burocracia, ni papis que les mande al abogado de la familia. Esta otra generación andaluza y extraña vive entre su casa (la de las raíces) y en la que nunca saben a qué te dedicas exactamente y la vida fabricada en la que todo el mundo te reconoce pero nadie sabe cómo eres por dentro. Quién eres… Tenemos nombres distintos. Estamos partides en dos, en tres, en cuatro… Nadie sabe todo lo que hemos tenido que hacer para levantar un proyecto. Nadie sabe de nuestras soledades, de lo que se cuece en nuestra casa. Hemos vivido en una apariencia de igualdad tirana en la que éramos iguales sólo porque no hacíamos referencia a nuestros orígenes. Pero es en cada sueño emprendido, en cada iniciativa que ejecutamos, cuando más nos sentimos en desamparo, sin ayudas, llevades por la sola luz del foco que –con mucho trabajo- hemos construido; mientras nos preguntamos todos los días “¿cuándo acabará este sobreesfuerzo?”.

Mamá, pero todo me va bien. Yo soy una privilegiada. Yo no puedo quejarme. Éstos son sólo susurros. Y tú no debes saber de ellos. Ni escucharlos.

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