Si hablamos de inclusión es porque el sistema excluye a personas con cuerpos no normativos, que tienen menos privilegios a sus espaldas. ¿No sería más sensato hablar entonces de exclusión? Estas personas excluidas por su clase social, sus cuerpos disidentes, su orientación sexual, su raza, o sus características psicofísicas, no tendrían que verse incluidas en el teatro o en la vida, si previamente no hubiesen sido rechazadas. Esta es la razón por la que me pregunto si, en lugar de hablar de teatro inclusivo, sería más correcto hablar de teatro de la exclusión.
Desde hace unos años, en las artes escénicas la inclusión se ha vuelto recurrente. Una moda, dicen algunas. Pero quienes nos adscribimos a esta corriente sabemos que no es algo nuevo. Compañías como Palmyra Teatro, El Psicoballet de Maite León o Danza Mobile, entre otras, llevan años trabajando con personas diversas o con alguna discapacidad en sus elencos. Sin embargo, en los últimos cuatro años, somos muchas las creadoras y creadores que seguimos su estela y abordamos la militancia escénica dando visibilidad a colectivos excluidos. Y yo me pregunto, ¿que los directores o directoras de escena incluyamos a personas excluidas de la sociedad, no es, en cierta medida, caer en el capacitismo?
Os invito, antes de seguir leyendo, a que penséis cuántos privilegios acumuláis a vuestras espaldas: de clase, de raza, de género, etc. Y, ahora, os invito a pensar que un director o directora de escena es una persona que tiene una posición privilegiada dentro del sistema jerárquico de una producción teatral. Por tanto, si los y las creadoras incluimos en las artes escénicas a personas excluidas de la sociedad, ¿dónde se sitúan nuestros privilegios y dónde colocamos su exclusión?
Asumir nuestros privilegios, esa es la primera cuestión, entender que nuestros privilegios oprimen a otras personas es iniciar un camino de deconstrucción necesaria para trabajar en la inclusión de las artes escénicas. La segunda cuestión es trabajar desde el respeto y la escucha como única bandera que enarbolar. Como dice Byung-Chul Han «resulta necesario volver a considerar la vida partiendo del otro, desde la relación con el otro, otorgándole al otro una prioridad ética, es más, aprendiendo de nuevo el lenguaje de la responsabilidad».
El filósofo de La expulsión de lo distinto (2020) habla de cómo la globalización no admite la diversidad de los cuerpos porque quiere explotarlos a todos por igual. Ser iguales implica ser una masa uniforme que contribuye al capitalismo. Los cuerpos que no son productivos, fundamentalmente los cuerpos enfermos o dependientes, son arrojados a los márgenes de la vida.
Sin embargo, en el teatro, lo distinto, lo excepcional, lo particular, resulta atractivo. Desde la escena enseñamos cuerpos tullidos, disidentes, discapacitados, neurodiversos. Invitamos al espectador a detener su mirada en esos cuerpos. ¡Mira enfrente, contempla otras realidades! El objetivo no es exotizar al cojo, al ciego, al sordo. El objetivo es entender que la diversidad nos hace una sociedad más rica y que, desde las diferencias, el reconocimiento de nuestros privilegios y la asunción de nuestra interdependencia, podemos luchar contra el capitalismo que nos quiere iguales, individualistas y productivas. Si no aceptamos nuestros privilegios, ¿cómo vamos a reconocer nuestras discapacidades y entender las de las otras personas?
Ahora bien, creadoras, productoras, teatros, compañías, aún tenemos una tarea pendiente: la accesiblidad. Para que los cuerpos diversos o discapacitados no sean exotizados es necesario que en el patio de butacas haya espectadores y espectadoras que puedan sentirse en espejo: personas ciegas, sordas, neurodiversas a quienes ofrezcamos las herramientas de accesibilidad necesarias para que puedan disfrutar de un espectáculo.
Achacamos la falta de accesibilidad a la falta de recursos, que básicamente se reduce a la falta de presupuesto, pero, como dice uno de los personajes de la obra de Esther Carrodeguas, Supernormales: «No es fácil poner rampas en las cabezas de las gentes» y es hora de que los creadores, creadoras, dramaturgos, directoras, gestores, pongamos nuestra creatividad al servicio de la comunidad no normativa. ¡Hagamos de nuestros cerebros rampas accesibles! Es hora de que como artistas y productoras nos responsabilicemos del lenguaje y la diversidad de las otras, trabajando la lectura fácil, la lengua de signos o la audiodescripción dentro de la dramaturgia y las puestas en escena. Solo así podremos ser independientes de los dispositivos de accesibilidad que encarecen los costes de las funciones e imposibilitan que los teatros y festivales las acojan dentro de sus programaciones habituales. Para ello es importante que la accesibilidad se vea como una inversión y no como un gasto. Porque la cultura que no es accesible no es cultura, y las artes escénicas no pueden estar creadas para personas que tienen privilegios como el sentido de la vista o el oído. Porque la verdadera discapacidad es el aislamiento y la marginación que la sociedad ejerce ante las personas con una realidad distinta a la común, es decir, con una realidad privilegiada.