nº53 | la cuenta de la vieja

Entre cooperativas y colectividades anda el juego

Quienes no pretendemos un cambio social y económico de manera progresista en connivencia con las estructuras actuales de mercados y fronteras tenemos la necesidad de seguir profundizando en teorías y prácticas que se enmarquen dentro de un marco libertario. Estas cuentan con una amplia bibliografía que nos habla de diversidad de opciones, prácticas, ensayos y, por supuesto, contradicciones.

El problema que nos encontramos es que tras consumir ávidamente los textos clásicos nos enfrentamos a un vacío literario que abarca casi más de medio siglo.

No seré yo quien defienda que todo está, o debería estar, en los libros, pero sí creo que se nos está pasando por alto que estos son una herramienta que aporta al conocimiento colectivo claves fundamentales que nos ayudan a avanzar. Simplemente porque no todas nos podemos permitir ir a ver en primera persona qué se está cociendo en los márgenes de la sociedad capitalista, y tenemos que esperar a que aparezca algún texto o pequeño librito que solo sintetiza las grandes ideas del proyecto. Con suerte somos capaces de asistir a alguna charla en nuestra localidad con representantes de esas experiencias. Pero poquito más. Además, sus experiencias, aunque de gran importancia, son poco practicables en nuestro entorno.

Sabemos que se han llevado a cabo infinidad de proyectos en localidades más cercanas a las nuestras de los que podríamos haber aprendido antes de empezar los nuestros. Desde el funcionamiento de un proyecto colectivo en un CSOA, hasta la creación de cooperativas de segundo y tercer grado, existe una economía social y des-monetizada que debería ser analizada y puesta en valor.

Estos análisis, quizá más académicos, son necesarios. No como una cuestión rígida, sino maleable y cuestionable, apta como punto de partida desde el que comenzar a construir.

Parto de una premisa algo controvertida pero, creo, hasta cierto punto cierta: hoy en día tenemos los recursos y conocimientos necesarios para comenzar a estructurar una economía social fuera de los márgenes del sistema capitalista. Sin embargo, existen puntos fundamentales que hacen que estos proyectos puedan tambalearse a la mínima y, creo, de ahí la falta de puestas en prácticas a gran escala.

Hasta donde he podido llegar, la propuesta es simple: hay que expropiar al sistema todo lo posible y colectivizar. Esto se puede hacer de diversas maneras: la primera, más rápida, es mediante la usurpación de los bienes que pertenecen al Estado o al mercado y su inmediata colectivización. Sin embargo, aunque revolucionario, estos métodos han demostrado ser efímeros si han de coexistir con el modelo vigente y no parten de una revolución a mayor escala. Por lo tanto, no nos queda otra que partir de la opción más pacífica: la cooperación.

La primera fase de un proyecto que pretende socavar las estructuras vigentes, pero sin pretender un enfrentamiento directo, necesita de un fondo que ha de adquirir del propio sistema. Y, si no es expropiando, este se obtiene a través de la cooperativa de consumo. Esta cooperativa tendría dos objetivos principales: reducir los costes de adquisición de productos de primera necesidad para las cooperativistas y capacitar al proyecto de fondos.

Existen cientos de cooperativas de consumo en el territorio que, aunque mayormente se crean con un carácter finalista, nos sirven para indicar la viabilidad del proyecto. Se calcula que para hacer estas cooperativas viables se necesitan entre 300 y 500 socias.

Dado este primer paso, y tras el tiempo oportuno para consolidar dicho proyecto, se debe proyectar la segunda fase. Esta fase se centraría en la producción, cuya finalidad es la obtención de tierras de cultivo. Así, no solo los bienes se producirían por la propia cooperativa, sino que se darían los primeros pasos hacia un modelo colectivo en lugar de cooperativo. Al igual que con las cooperativas de consumo, existen miles de cooperativas de producción en el territorio de las que aprender. Un dato que considero muy interesante es el que nos dice que para garantizar una vida humana se necesitan una  hectárea y media, o dos si se quiere incluir la vestimenta.

A partir de aquí, el gran desafío. No por imposible, sino por la necesidad de una conciencia política clara. Garantizadas las necesidades primarias, es decir, producción y consumo de bienes alimentarios, comienza la batalla por la conquista del resto de necesidades. Estas no pueden ser posibles si no existe una masa crítica de cooperativistas dispuestos a ceder parte de sus ganancias. Y aquí es cuando el propio lenguaje se vuelve político. Este proyecto no puede sobrevivir ni servir como puente emancipatorio si seguimos hablando de «beneficios y ganancias». Una economía fuera del sistema capitalista ha de cambiar los valores que la hacen moverse. Un nuevo modelo económico-social no puede fundamentarse en el crecimiento ininterrumpido; su factor de viabilidad debe ser social y tener como parámetro de estudio la capacidad de cubrir las necesidades que surjan de la propia comunidad societaria.

Es justo en este punto donde necesitamos estudios. Huir de las fórmulas, ya obsoletas, de monedas sociales o de bancos de tiempo y proyectar un sistema social que se base en la colectivización de la vivienda, de la educación, de la sanidad y del ocio sin la necesidad de intercambios de ningún tipo aparte de la corresponsabilidad de las personas que habitan y cuidan el proyecto. Es la práctica de estas experiencias las que marcarán el camino a seguir, pero debemos tener las herramientas y los datos para reflexionar sobre los límites de la colectivización en el sistema actual y hasta donde han de llegar las cooperativas. Economistas, pónganse a escribir.

Nos apoya

Espacio de consumo crítico en el centro de Sevilla. Queremos acercar ala ciudadanía los productos ecológicos, artesanos, locales, de temporada y/o de comercio justo. Nuestra prioridad son los productos a granel sin envases. Apostamos por las relaciones de proximidad, lo que nos permite conocer a la persona que elabora o cultiva aquello que comemos, usamos o llevamos. Así sabemos de dónde viene y cómo se hace y es más fácil controlar la calidad de lo que compramos.