nº41 | farándulas

El urbanismo del baile

La ocupación del espacio público a través del swing

Vivimos en una época de gentrificación masiva que no solo se manifiesta en el desahucio de la gente local de sus barrios a zonas periféricas, sino también en el reto imposible de andar por las calles del centro de la ciudad, lucha perdida contra las hordas de turistas. Hemos descubierto los límites espaciales al turismo y no es nada agradable. En esta época en la que nos quitan la vivienda y nos destierran a otros barrios, en que nos quitan los bares y las fruterías, en que nos quitan el tendío; en esta época, conquistamos las plazas.

Y las conquistamos, claro, bailando swing. La música swing es un estilo de jazz que surgió a finales de los años 20 en Estados Unidos y que dio lugar, a su vez, al baile de saltos, kicks, steps e insurrección social que llega hasta nuestros días: el lindy hop. No se conocen exactamente los orígenes del lindy hop por ser un baile que se creó en las calles, como refugio y diversión de la comunidad negra de Harlem, Nueva York. Nacía así su carácter más social y de barrio. La personalidad misma de una cultura marginada que luchaba por sobrevivir y que no podía contenerse en el cuerpo. A medida que la música y el baile se desarrollaban, muchos bailarines, mayormente afroamericanos, comenzaron a reunirse en el Savoy Ballroom de Harlem, el salón de baile más famoso de Nueva York y, entre baile y baile, dieron lugar a la época dorada del lindy hop. El Savoy, al contrario que otros clubes como el Cotton Club, era de los pocos que permitía la entrada a blancos y negros por igual, lo que brindaba la oportunidad perfecta para que se formaran las parejas de baile sin importar raza o clase social. En este contexto de represión, el lindy hop, rey de la improvisación y de hacer el payaso, constituía la forma de evasión perfecta. Era la huida corporal para unos tiempos de entreguerras que no vaticinaban nada bueno.

En los años 90, el swing comenzó a sonar de nuevo gracias a la compañía de baile sueca The Rhythm Hot Shots que, decidida a recuperar el lindy hop tras más de 50 años, contactó con algunas de las antiguas leyendas para aprender de ellas y revivir el baile. Desde los años 90 saltamos tres décadas. Un siglo después del nacimiento del swing, volvemos a una época de vacas flacas; una época de gentrificación y de paro, de WhatsApp e Instagram, de globalización y racismo, de telebasura e hiperconsumismo, una época para escapar de la pantalla y salir a fundir el suelo de la ciudad.

En la comunidad actual de lindy hoppers se da una actividad común a todas las ciudades: el baile social. Es decir, una escuela o asociación de swing convoca a los bailarines a tal hora y lugar. Puede ser en un parque o en el paseo al lado del río, pero normalmente es en cualquier plaza. Los únicos requisitos son que sea un espacio amplio, que pueda ponerse música y (muy importante) que haya un buen suelo liso, sin adoquines o agujeros en los que romperte

un tobillo, no gracias. Es una forma de conocer la ciudad, de integrarse en ella; un halago reminiscente a aquellos primeros afroamericanos que comenzaron a bailar lindy hop en las aceras de Harlem. Bailamos swing en la plaza para escapar de la mercantilización del espacio urbano, para reivindicar nuestro derecho a usarlo. Como ellos, lo colonizamos con comunidad, con música, con baile y con cultura.

Pero no solo bailamos en la plaza para romper con la privatización del espacio público y la restricción de su uso a un tipo concreto de actividad y de persona —hombres blancos, heteros y productivos—, sino para reivindicar la función original del espacio: servir a los comportamientos humanos. En definitiva, no creamos el espacio para bailar, bailamos para crear el espacio.

Sin embargo, nuestra comunidad swinguera está llena de contradicciones. Nos guste o no, también contribuimos a la misma gentrificación a la que nos oponemos, ya que llevamos el swing, una forma de arte extranjera, a las calles, huyendo de zonas turistizadas de moderneo. Pero los límites se vuelven difusos. La comunidad de swing busca el confort y la tranquilidad que le proporciona el barrio, pero nunca se aleja del centro. Busca lo tradicional sin irse muy lejos. En definitiva, los barrios periféricos quedan totalmente fuera del mapa de baile. La cultura sigue siendo relegada al centro de la ciudad y el acercamiento a esta forma de arte particular se cerca a unas cuantas calles y plazas. Lo revolucionario también tiene un límite.

Otra de las contradicciones con las que convivimos va de la mano de la gentrificación y es su innegable elitismo. De la misma forma que apoyamos a la comunidad y los negocios locales, siempre bailamos en o al lado de un bar, lo que lo hace un hobbie muy ligado al consumo y, ya que estás, te tomas unas tapitas y te vas a casa habiendo cenado. Ahí está la doble cara: la ciudad como espacio de consumo versus la ciudad como espacio de cuidados que promulga el urbanismo feminista. Así se va construyendo la contradicción de los pequeños gentrificadores que luchan contra la gentrificación al mismo tiempo que contribuyen a ella.

Aunque nos reconozcamos como gentrificadores, se respira un gran afán por proteger el barrio y cuidar sus adoquines y balcones. Vivimos una crisis del espacio, ya que hay que pedir permiso para usarlo, pero sería bonito repensar el papel político que indudablemente tiene el swing, que conseguimos con toda nuestra fuerza para apropiarnos del espacio público y para invadir también las tradiciones de lo local. El swing se integra en la cultura andaluza con una cerveza en la mano, pero hemos perdido la antigua espontaneidad de Harlem en pos de piruetas aéreas. Hemos blanqueado el baile, elitizado; opto por devolverlo a sus calles, a las nuestras esta vez, llenarlo de frescura y azahar, y sentir el suelo.

El espacio público es lo más nuestro; es más, es nuestro. Por ello, considera este artículo como un manifiesto a la ocupación del espacio con el cuerpo, para liberarlo y soltar las articulaciones, para lanzar los brazos al viento y dar patadas a lo ninja, para matar el estrés del compresor sistema capitalista de trabajar para consumir para trabajar más para consumir más. En este ritmo de vida rápido y agotador, en esta sociedad individualista, ¡échate a la calle a bailar! Pon el altavoz y móntate una rave con Ella Fitzgerald y Duke Ellington. ¡Aprópiate de la calle! Pídete una cerveza, que nos echamos unos bailes en la placita.

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