nº69 | farándulas

El punto de fuga de una fotografía andaluza

Una niña con un vestido blanco se encuadra en la entrada de su casa-cueva, también blanca, pues está encalada. La mano derecha sujeta el vestido mientras la izquierda descansa sobre el marco de la puerta. Un pie más adelantado que el otro. Los ojos entrecerrados, el pelo hacia atrás, la boca como si fuera un trazo. Es La niña blanca (1958), un retrato icónico de Carlos Pérez Siquier.

Un hombre de porte pequeño, con las manos en la pretina de los pantalones, como si fueran garras, permanece de pie. A su derecha, una mujer sentada apoya las manos sobre el vestido que reposa en sus rodillas; su porte es mayor. Los dos tienen la mirada recta, así como la boca, cuyas comisuras tienden hacia abajo. Son Manuel Jiménez Bizcocho y Antonia Carrasco Rojas, dos personajes invisibles si no fuese por el retrato de Atín Aya.

Más allá de la estética, ambas instantáneas condensan una ética y política de la mirada fotográfica. Es hacia ese punto de fuga —donde se cruzan el arte, la representación y la desigualdad— donde propongo orientar la reflexión.

Aya y Pérez Siquier no solo comparten la profesión que captura las líneas rectas dibujadas en las bocas de gente corriente. También tienen en común su origen andaluz: el primero, de Sevilla y el segundo, de Almería. Aya es conocido por retratar el silencio y Pérez Siquier, el color. A pesar de su vínculo con el azul, el blanco y negro dominó muchas de las imágenes de La Chanca que Pérez Siquier fotografió durante casi una década. Ese mismo estilo eligió Aya para Las Marismas, lugar donde disparó su cámara durante cinco años. Ambas series muestran cuerpos empobrecidos apoyados en casas en ruinas y rostros que miran sin rubor a la cámara, pues jamás han visto una. También aparecen vastos paisajes, austeros y desnudos. Son los arrozales y chamizos de las marismas andaluzas, uno de los lugares más inhóspitos de España, y La Chanca, un mísero y abandonado arrabal de Almería.

Estas fotografías han sido recibidas tanto por la crítica como por gran parte del público como imágenes de denuncia que tratan de humanizar a estas poblaciones. Especialmente, tras los documentales sobre ambos fotógrafos estrenados en los últimos años: Atín Aya: Retrato del Silencio (2024) y Azul Siquier (2019). Dos bellos largometrajes que exploran el arte fotográfico andaluz y ofrecen diversas reflexiones en torno a él, aunque sin ahondar en la cuestión de la distancia entre quien dispara la cámara y quien recibe el disparo. ¿Cómo se puede pensar el arte de Aya y Pérez Siquier y su relación con la Andalucía oriental y occidental más desposeída?

En su colección de ensayos Sobre la fotografía (1977), Susan Sontag afirma que este arte, al enseñarnos un nuevo código visual, altera y amplía las nociones de lo que merece la pena mirar. Los mencionados
documentales resaltan la perspectiva única de Aya y Pérez Siquier, su interés por la marginalidad andaluza. Ambos parecen activar esta gramática y ética de la visión a las que se refiere la pensadora estadounidense. Aya lo hace mostrando el silencioso desierto que son Las Marismas. A pesar de su riqueza ecológica y acuífera —o tal vez por eso mismo—, ha sido una región despoblada hasta el inicio de la guerra civil española. La necesidad de cultivar arroz del bando franquista, pues las zonas de Valencia y Tarragona pertenecían al republicano, impulsó el poblamiento y nacimiento de lo que hoy se conoce como Isla Mayor. Por su parte, La Chanca, que atrajo la atención de Pérez Siquier —así como la del escritor Juan Goytisolo y del fotógrafo Jesús Perceval—, era aquel barrio de pescadores que el régimen pretendía ocultar para exhibir ante el mundo el supuesto desarrollismo del Estado español. A falta de poder mostrar una foto, las palabras de Goytisolo perfilan lo que era habitar La Chanca: «La miseria es reina y señora, y el almeriense vive la existencia esclavizada del hombre sometido a una bárbara explotación colonial».

Visibilizar colectivos subalternos puede funcionar como una herramienta para amplificar sus voces. Muchas veces, sin embargo, este «sacar a la luz» tontea con la exotificación de la otredad. Al preguntarle por su infancia, un morador de La Chanca protesta arrebatadamente en el documental: «Nostalgia, ¿de qué? ¿De la miseria?». Pérez Siquier afirma que no quería ser un intruso en el barrio y reitera su propósito de dignificar a sus habitantes. Al escuchar al vecino, me pregunto si aquella miseria puede o debe dignificarse, y si hacerlo no implica, acaso, estetizarla. Más allá de la aspiración de sus autores, la belleza de las imágenes de Aya y Pérez Siquier termina por romantizar el malvivir de les oprimides que retratan. Como recuerda Sontag, fotografiar no solo es una manera de certificar la experiencia, sino también de rechazarla. En la estética de Aya y Pérez Siquier hay un punto de negación: la dureza de la periferia andaluza se disuelve en la belleza formal de la imagen.

El gesto de dignificar implica, inevitablemente, una distancia entre quien otorga y quien recibe la dignidad. Manifestación de ello, y lo que me llevó a conectar a Aya y Pérez Siquier, es la posición de exterioridad que ambos representaban para las gentes de Las Marismas y La Chanca. No lo digo yo, sino los documentales. Aya, quien recorría el Bajo Guadalquivir en su moto, era conocido por los marismeños como «el forastero». La madre de Ángeles, la niña blanca de la casa-cueva, llamó «el americano» a Pérez Siquier cuando lo vio aparecer con su cámara.

Sin querer ser prescriptiva, ni empañar la noble intención de estos fotógrafos ni robarle al arte su esencia creativa, dejo aquí unas preguntas. ¿Y si los retratos del silencio amortiguaban importantes gritos? ¿Y si era imposible colorear de azul una vida tan empobrecida? ¿Todavía hay andaluces y andaluzas que somos extranjeres para nuestres propies paisanes? ¿Ha mejorado la situación de La Chanca y Las Marismas? ¿Qué nuevas cámaras y qué nuevas formas de mirar siguen generando distancias hoy?

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