nº65 | la cuenta de la vieja

Cinco años del estallido social

La lucha por la justicia en Chile

Aunque la democracia retornara a Chile en 1990, aún quedan vestigios de la dictadura de Pinochet, como la Constitución del veinticinco que impuso el golpe de Estado o el sistema neoliberal de los Chicago Boys, culpables de enriquecer a un pequeño porcentaje de la sociedad mientras el pueblo chileno se hunde cada vez más.

El modelo neoliberal que se instauró en la dictadura como respuesta a la propuesta socialista de nacionalización de sectores estratégicos promovida por Allende, se mantuvo en la democracia como un modelo económico mayoritariamente privado para atender muchas de las demandas sociales.

Esto supuso una privatización de la salud, las pensiones e incluso de la educación que ha derivado a largo plazo en un encarecimiento notable de la vida en el país, además de la polarización de la sociedad: los ingresos del veinte por ciento de la población chilena más pudiente son diez veces mayores que los del quintil más pobre, según los datos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico.

El transporte público de Santiago es uno de los más caros del mundo, sobre todo en relación con los ingresos medios. Teniendo en cuenta que el sueldo mínimo en Chile ronda los quinientos mil pesos chilenos, es decir, cuatrocientos noventa euros aproximadamente, las familias más empobrecidas pueden llegar a gastar hasta el treinta por ciento de sus ingresos en el transporte. Mientras que los precios de las grandes cadenas de alimentación como Líder, Santa Isabel, Tottus, Jumbo…, no tienen nada que envidiarle a lo que estamos acostumbrados en Europa o, al menos, en España.

El derecho a un descanso después de la vida laboral también puede llegar a ser algo utópico para esta sociedad de contrastes. El gobierno de Pinochet privatizó el sistema de pensiones en Chile con la firme intención de «entregar mejores pensiones que las del sistema de reparto», que para entonces era muy bajo y excluía a un importante porcentaje de la población trabajadora, sobre todo a las mujeres.

Se entregó el testigo y la esperanza de mejorar la situación a entidades autónomas, que tan solo están relacionadas con el Gobierno a través del Ministerio de Trabajo y Previsión Social, pero este no tiene ningún poder regulador sobre estas instituciones, porque en palabras de la calle, una entidad autónoma es una forma de camuflar empresas privadas con un natural interés por obtener beneficios y la máxima rentabilidad. Sin embargo, está claro que las Administraciones de Fondos de Pensiones (AFP) no están cumpliendo con la promesa formulada en 1980, aún en tiempos de dictadura.

En el sur de Chile, en la isla de Chiloé, vive la abuela de Rocío, quien, como todos, ha entregado un diez por ciento de su sueldo a estas entidades, apretándose el cinturón durante toda su vida laboral, ya que este porcentaje con unos sueldos tan bajos no es tarea fácil de gestionar. Y aunque ya está jubilada formalmente, ella sigue trabajando: cobra doscientos mil pesos mensuales como pensión y con eso no alcanza para vivir. El setenta y nueve por ciento de las pensiones son inferiores a un sueldo mínimo según la Comisión Presidencial de Pensiones.

Todo esto y mucho más que aún no ha llegado al alcance de mis ojos y oídos es lo que se mueve bajo la sombra de los grandes rascacielos que parecen mirar a todos por encima del hombro. Todo esto es lo que calla la Cordillera y su gente. O mejor dicho, callaban. Siempre hay una gota que colma el vaso y para el pueblo chileno llegó el 18 de octubre de 2019, con el incremento de las tarifas del metro. Para una ciudad de veintidós kilómetros cuadrados se convierte en una necesidad imperiosa tomar el metro para recorrer las largas distancias que separan sus hogares en las comunas más lejanas de sus oficinas, institutos, universidades…

Pagar casi mil pesos por el metro era lo que faltaba para detonar las protestas ante una situación insostenible para muchas familias. Así fue como miles de estudiantes de secundaria, dieron el pistoletazo de salida a los seis meses de protestas saltándose el metro. Diciendo basta.

En internet, al empezar a leer sobre lo que popularmente se conoce como «estallido social», se habla de violencia, heridos y víctimas, que no lo desmiento, porque lo cierto es que la sangre siempre es más llamativa, pero sí que me gustaría contrastarlo con el testimonio de jóvenes universitarias que recuerdan esos años atrás como una etapa de máxima hermandad. «Todos, jóvenes, adultos, incluso los más mayores tenían algo por lo que protestar, de alguna forma era bonito salir a marchar y ver a los abuelitos con sus ollas desde las puertas de sus casas», «incluso era divertido, por ejemplo, si el toque de queda era a las ocho de la tarde, agotar el tiempo al límite y no volver a casa hasta las ocho y cinco. Era una pequeña rebelión».

Ya han pasado cinco años desde el «estallido social», pero sigue estando cotidianamente en la boca de muchas de las personas con las que me he cruzado en mi corta estancia aquí. Lo cierto es que el precio del metro volvió a su tarifa inicial, lo que no quiere decir que ahora sea barato, solo un poco menos caro. La situación resuena menos, pero no quiere decir que haya cambiado, y pequeños retales de esa rebeldía masiva contra el abuso de las grandes empresas privadas que gobiernan el país impregnan la vida cotidiana de cualquiera. Por ejemplo, es común ver como muchas personas no pagan el autobús o esperan a que alguien active la puerta de salida de metro para colarse en un despiste de la seguridad, en el caso de que estén. Sin juicios del resto de pasajeros, sin caras de extrañeza, simplemente eres una más batallando contra esa mano invisible de la que hablaba Adam Smith, que debe andar ocupada en alguna otra parte del mundo porque en Chile casi todo lo atrapa un solo puño.

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