«Atocha: el revés de la luz» es la primera obra de teatro sobre el atentado contra los abogados de Atocha, y se basa en el testimonio de Alejandro Ruiz-Huerta, el único de los cuatro supervivientes que queda hoy con vida. Javier Durán, autor del texto y director del montaje, cuenta cómo fue el proceso de escritura y de producción.
El 24 de enero de 1977, tres pistoleros fascistas entraron en el despacho de abogados laboralistas de la calle Atocha (Madrid) y dispararon contra las nueve personas que se encontraban allí. Mataron a cinco de ellas e hirieron de diferente gravedad a las otras cuatro. La respuesta inmediata de toda la población, pacífica y ejemplar, se considera decisiva para la legalización del Partido Comunista y la llegada de la democracia.
Hace cuatro años, yo ni siquiera había escuchado hablar del atentado, pero entonces conocí a Alejandro Ruiz-Huerta, el único de los cuatro supervivientes que queda vivo hoy, y me contó su historia para que la llevara al teatro.
Mi primera reacción fue una mezcla de sorpresa, rabia y vergüenza: ¿cómo es que no había escuchado hablar nunca de ese acontecimiento tan brutal? En clase de Historia no iba a ser, porque nunca he llegado al siglo XX, pero es que tampoco había visto ninguna película o documental que tratase el tema. Ahora sé que hay bastante material, pero es necesario bucear para encontrarlo. Lo que no había era ninguna obra de teatro, así que nos pusimos a trabajar.
Alejandro me contó que durante mucho tiempo fue incapaz de sentarse de espaldas a la puerta en ningún sitio público, porque cuando los asesinos entraron en el despacho, él estaba de espaldas a la puerta y el trauma le hacía ponerse alerta cuando algo le recordaba el episodio. A mí me sorprendió mucho la naturalidad con la que hablaba, pero entonces me explicó que no siempre había sido así. Hasta pasados muchos años, ni siquiera pudo poner por escrito lo que le había sucedido, porque recordarlo era revivirlo y revivirlo era doloroso.
En ese momento, vi un paralelismo claro entre los intentos infructuosos de un individuo por contar el acontecimiento más trágico de su vida y la situación del país, que en mi opinión también arrastra un trauma colectivo que le impide hablar de su propia historia con naturalidad, y solo muchos años después empieza a ser posible sacar adelante leyes de memoria histórica que reivindiquen un relato mínimamente reparador, todavía con mucha resistencia. Sabía que ese paralelismo era la tesis principal de la obra, pero para desarrollarla me hacía falta también conectar con el presente; necesitaba saber qué hacen los despachos laboralistas a día de hoy.
Entonces tuve la suerte de conocer a dos abogadas vinculadas a cooperativas actuales, y pude sentarlas a comer junto con Alejandro y ver cómo interactuaban. El resultado fue muy inspirador porque se produjo un conflicto que me parece significativo: una de las abogadas dijo a Alejandro que la generación anterior no había hecho lo suficiente durante los años posteriores a la llegada de la democracia. Alejandro defendía que eso no era así, que sí se había seguido luchando, y añadió que él seguía dando charlas. La abogada dijo que las charlas están muy bien, pero que la gente no pone el cuerpo. Y ahí, Alejandro saltó: «yo sí puse el cuerpo». El episodio no fue nada violento, porque la abogada se disculpó de inmediato, pero para mí fue muy valioso, y en la obra lo utilizo como clímax, llevando la confrontación al extremo para representar algo que para mí también era esencial: el diálogo entre la militancia de dos generaciones, a veces más cargado de reproches que de búsqueda de entendimiento.
Esas dos generaciones son las que han conformado el público de la obra durante la gira: quienes vivieron el acontecimiento y quienes no habían nacido cuando sucedió. Las personas del primer grupo, sin excepción, recuerdan nítidamente el suceso. Entre las del segundo, son mayoría quienes no saben nada o casi nada del asunto. Y yo me encuentro en medio. Nací en 1979 y siento que al escribir la obra he hecho un viaje temporal entre las dos épocas y, gracias a esas investigaciones, puedo ofrecer una visita guiada desde el escenario y tender un puente que atraviese la desmemoria.
Soy consciente de que el puente podría ser más sólido, porque el teatro no deja de ser una actividad precaria, efímera y minoritaria, pero también es un vehículo excepcional para transmitir ideas y emociones. El cuerpo de una persona en el escenario es difícil de emular por otros medios artísticos. Y en la propia actividad también hay un diálogo con la generación que me precede, porque su lucha posibilita mi oficio. De haber nacido treinta años antes, nunca podría haberme dedicado al teatro, y mucho menos estrenar una obra así. Por todo eso, estoy muy agradecido.
El montaje ha tenido bastante éxito —al menos todo el éxito que puede tener una producción independiente que trata un tema político— y la gira está llegando a su fin. Después del paso por Sevilla, que para mí ha sido especialmente gratificante, porque volver a casa a mostrar el trabajo le da algo de sentido a mi marcha de la ciudad, solo queda una función en Alcoy con la que cerraremos el proyecto.
No sé si la gente que la ha visto ha salido transformada, pero sé que yo sí soy una persona diferente después de todo el proceso. Como dice Alejandro en el texto, «la obra es una carta, una botella al mar para el futuro, con la esperanza de que el trauma no sea lo único que pueda transmitirse a otra generación».