nº23 | la cuenta de la vieja

¿A la libertad por el yugo del trabajo?

“Hemos construido sociedades de trabajadores sin trabajo” Hannah Arendt “Antes los pobres podían pan, ahora piden trabajo” José Manuel Naredo

Podría aplicarse al Trabajo los versos de una conocida canción: “ni contigo ni sin ti/ tienen mis males remedio;/ contigo porque me matas/ y sin ti, porque me muero”. Como un instrumento de tortura que martirizara tanto al tensar como al destensar, pues sus innumerables víctimas sufren unas por trabajar otras por estar en paro. No es casual que la civilización occidental moderna, con la bendición de A. Smith y K. Marx, haya venido a agrupar bajo el nombre “Trabajos” a aquellas actividades que, según nos han hecho creer estos grandes próceres, “liberan” a la humanidad del yugo de la necesidad: la palabra deriva del término romano tripalium, un instrumento de tortura.

El mito moderno de la Necesidad/trabajo

¿Cómo hemos llegado hasta aquí, si hace solo tres siglos no existía en Europa una noción tal de trabajo? Esto es fácil de constatar, por ejemplo rastreando la literatura de los siglos XVI y XVII, en la que no se encuentra nada parecido a esta noción. Y cuando se emplea el término, como lo hace Cervantes (Los trabajos de Persiles y Segismunda), tiene otro significado. Entonces, como en épocas anteriores y en otras civilizaciones, las actividades humanas hoy llamadas “trabajo” eran agrupadas según otros parámetros y asociadas a otros significados.  Explicar cómo la noción de “trabajo” ha llegado a ser incontrovertida, exige escapar al recurso ignorante del “sentido común” e indagar en la genealogía de las ideas. Concluiremos así que tal constructo es fruto de una mitología específica de la civilización moderna. Y es que, como ha escrito J. Estruch, el mito de la civilización occidental moderna es que es una sociedad sin mitos; que creemos que los mitos es cosa de los otros; que nuestro mundo civilizado se ha proveído, por fin, del modo de conocimiento Verdadero, la Ciencia.

Como gran científico es reconocido Ch. Darwin. Afirmó que la historia toda de la vida es explicable en base a dos prosaicos resortes: amarga lucha por la existencia e inclemente supervivencia de lxs mejor adaptadxs. El cuadro general que nos ha legado es el de un calvario sin fin, y sin sentido. Una visión tan sombría como la del mito del valle de lágrimas. Quizá por eso sus retratos nos transmiten un rictus de amargura característico. Él, y más aun los darwinistas posteriores, conciben la historia toda de la humanidad como una inmisericorde lucha por la existencia, una huida de la Necesidad, que acecha sin fin, y que haría de los seres humanos lobos para sí mismos, como había sostenido Th. Hobbes. Hay mucho de la “filosofía” de Hobbes en la “ciencia” de Darwin. Tal influencia debió llegarle por muchas vías, pero una principal fue sin duda la obra de Th. Malthus, que sostuvo en su “Ensayo sobre el principio de la población” (1798) que una ley universal fuerza que la población crezca más que los alimentos, lo que conduce, aseguraba, a una inexorable guerra por los alimentos, que ganaban las clases superiores con su previsión y mentalidad superior. Es exactamente la misma tesis que Darwin extenderá una generación más tarde al conjunto de la biosfera. Es este un caso típico de mitogénesis, según enseña la historia comparada de las religiones: las diferentes culturas proyectan sobre el mundo los conceptos y oposiciones que conciben para explicarse a sí mismas, alcanzándose así un reforzamiento pendular: la humanidad está regida por estas o aquellas fuerzas, tan inapelables y fatales que gobiernan el Orbe todo. Así ha ocurrido una vez más con el darwinismo, de tal manera que, hoy día, casi cualquiera puede soltarnos algo así: “¿Cómo no va a haber lucha entre nosotrxs si es lo que vemos entre todos los animales en los documentales de la tele?”; o “recientemente hablaron en la radio de un experimento con ratones en el que se comían unos a otros si…”, etc.  Son muestras apabullantes de “obvio sentido común”. Todo razonamiento choca contra el muro de “obviedad” de que “somos como animales”, y se tachará de “filósofo alejado de la realidad”, a quien refiera, por ejemplo, que la vastísima e inquietante historia de la tortura es un capítulo singular de la humanidad, sin parangón en el mundo animal, y apenas en el de los dioses.

De manera que, según este mito científico entronizado en nuestro tiempo, la vida es una huida hacia delante contra la extinción, de cada individuo, de cada especie, aunque no sepamos hacia dónde o por qué. Y, del mismo modo, la historia de la humanidad, una perenne huida de la Necesidad. ¿Y cuál es el medio por el que la humanidad escapa precariamente a la Necesidad?: el Trabajo. Otro de los padres de la contemporaneidad, Marx, coetáneo de Darwin, ha pontificado que los seres humanos nos hemos hecho haciendo cosas (homo faber y animal laborans), ésas que su antecesor Smith conceptuó como “trabajo (productivo)”. Rompía así Marx con el pensamiento griego clásico -que tanto admiraba por otra parte- que, según sabemos por Aristóteles, definía al ser humano de dos maneras, que en el fondo son una: animal que habla y animal que hace y se hace en comunidad (zoon politikon). La diferencia de la concepción de Marx respecto de la aristotélica es difícilmente exagerable. En efecto, la propuesta de Marx, decisiva, empujó en la misma dirección que la de los otros próceres citados, contribuyendo a que nuestras sociedades sean, según certera fórmula de Hannah Arendt, “sociedades de trabajo”, en las que todo se supedita al par Necesidad/Trabajo.

Esta cosmología se la encuentra en múltiples manifestaciones simbólicas, como en el slogan de los campos de concentración nazis: “Arbeit macht frei”, el trabajo os hará libres; o los ideales del stajanovismo soviético y manifestaciones del Día del Trabajo; o los sindicatos de clase, organizados para la “defensa de los derechos del Trabajador/a”, en lugar de organizarse contra el Trabajo; o las jaculatorias de todos los ministros y ministras en pro de la “recuperación de la senda del Crecimiento para aumentar los “puestos de trabajo” para –en absurda y endiablada circularidad- aumentar el Crecimiento; o la comunión multitudinaria con los Ideales del Trabajo que registran las encuestas, que confirman, desde que se tiene memoria, que “el paro” figura entre las primeras preocupaciones, con igual rigor que en otro tiempo preocupó la “salvación del alma”. Y sobre todo, la sistemática organización del entramado institucional para que muy pocas personas escapen a cuatro situaciones típicas: estar preparándose para trabajar, trabajando, buscando trabajo o demostrando que no puede trabajar (incapacitadxs). Cualquier persona que se halle en otra situación es estigmatizada por el crecentismo trabajocéntrico. Entre otros muchos dispositivos institucionales, el conjunto de los subsidios y rentas mínimas (excepto la Renta Básica Universal), son diseñados para asegurar la supeditación al Trabajo.

Todo para exorcizar la Necesidad, que sigue acechándonos y exige que nos afanemos, con más ahínco todavía, en incrementar el Trabajo, la Productividad, la Competitividad y el Desarrollo de las Fuerzas Productivas. Es el Credo contemporáneo, cultivado por toda la gente que vive de ello y tiene en ello el sentido de su existencia, y legitimado por la obra santificada de los venerados Padres de la Modernidad. Se nos anuncia un horizonte final de abundancia y confort, ya en el colmo del Crecimiento, pero que requiere hoy más sacrificio. Según este credo, la libertad es abundancia, al menos como libertad de la totalidad. Es un edificio imponente, sí, pero compendiable en una máxima: a la libertad por el yugo del Trabajo. Toda la obra de Marx cabe en esta frase, que sigue a su vez la dialéctica de Hegel: alcanzar un objetivo perseverando en su contrario o antítesis. La misma fórmula volvería a expresarla un siglo después, ingeniosamente, J. M. Keynes: “…por lo menos durante otros cien años debemos simular… que lo bello es sucio y lo sucio es bello, porque lo sucio es útil y lo bello no lo es. La avaricia, la usura y la precaución deben ser nuestros dioses por un poco más de tiempo todavía. Porque solo ellos pueden guiarnos fuera del túnel de la necesidad económica a la claridad del día».

Para una crítica de la “sociedad de Trabajo”

Sin embargo, por los mismos años que concebía Marx su enorme abstracción, H. D. Thoreau escribía: “Con respecto a los lujos y comodidades, los más sabios siempre han vivido una vida más sencilla y austera que los pobres. Los antiguos filósofos chinos, hindúes, persas y griegos formaron una clase tan pobre en riquezas exteriores, y rica en interiores, como no ha habido otra. Invocaba Thoreau en este fragmento de “Walden” el arte de los grandes místicos y sabios, maestros de la sencillez y la desposesión, un saber bajo sospecha de los jerarcas de todos los tiempos, y hoy tal vez más heterodoxo que nunca, como nos lo enseña también Aldous Huxley en su “Filosofía perenne”. Y continuaba Thoreau con la siguiente observación: “Las naciones están poseídas por la desquiciada ambición de perpetuar su memoria por la cantidad de piedra picada que dejan atrás” El aserto conserva la actualidad si añadimos a la piedra, cemento, alquitrán, hierro, plástico… En la imagen de la pirámide egipcia (“tumba de un bobo ambicioso”) cifraba Thoreau tal obsesión por dejar memoria pétrea.

Es probable que las enseñanzas de Thoreau inspirasen a L. Munford, uno de los más lúcidos críticos de la noción imperante de Trabajo. En “El mito de la máquina” expone su tesis de “la megamáquina” y sostiene que la industrialización es un capítulo más de un proceso iniciado en Egipto y Mesopotamia: orden, productivismo, sometimiento, destrucción, siendo la pirámide el modelo y precedente de los megaproyectos de la ingeniería y la industria contemporánea. Los megaproyectos de hoy conservan intacta la preferencia por la escala descomunal que animó la construcción de las pirámides, para crear la impresión de insignificancia a la gente y fomentar el servilismo y la masificación. Según argumenta, la pirámide, epítome del monumento funerario y suntuario, fue el primer producto de la megamáquina, y la organización de jerarquía servil ideada para tal fin, modelo de todas las máquinas que han venido después. Pasó desapercibida para la generalidad de los historiadores porque estaba compuesta de piezas humanas, adiestradas a actuar coordinadamente bajo el mando del rey y sus ministros-sacerdotes. Las partes de esta primera máquina, como de todas las que le han sucedido, aunque humanas, debieron ser previamente reducidas a meros elementos mecánicos estandarizados para realizar tareas precisas. Estas personas-pieza empleadas en las pirámides y otras obras suntuarias de la Antigüedad fueron las primeras trabajadoras, ancestros de las de nuestros días, pues, ya habituadas a la rutina estúpida, se habrían sentido cómodas en cualquier cadena de montaje actual. Porque, además, los megaproyectos industriales y de infraestructura (autopistas, aeropuertos…) son los monumentos suntuarios de nuestro mundo: si aquellos garantizaban la Vida Eterna, estos garantizan la arribada al Futuro Definitivamente Progresado.

Después de que una persona ha hecho de otra u otras una cosa, una pieza, como ocurre en la megamáquina y en la megaindustria legitimada por el mito del Crecimiento y Desarrollo de las Fuerzas Productivas, es ya posible sustituirlas por piezas y artilugios mecánicos, más fiables siempre que el alma humana, que, como dice Simone Weil, no está hecha para habitar cosas. Este es nuestro tiempo, el de la sustitución de trabajadorxs (personas ya previamente reducidas a piezas) por robots y otros artilugios. No se hubiese llegado hasta aquí si no se hubiese otorgado más importancia a la relación con las cosas que a la relación con las personas; si no se hubiese olvidado que lo más importante que sale de una mina o una fábrica no es mineral y artefactos sino un minero, un obrero, un patrón o un delegado gubernamental. Aun a riesgo de parecer extemporáneo, casi ridículo, quiero terminar recordando que de los pequeños talleres artesanos que en otro tiempo poblaron las ciudades salían maestrxs y aprendices, aunque saliesen menos productos.

Se me había pedido que escribiese sobre la crisis del contrato social basado en el trabajo y de lo que al respecto puede significar una medida como la Renta Básica Universal (RBU). Sobre ello he escrito, aunque no lo parezca, porque la RBU, junto a otras medidas políticas, podría ser provechosa en una estrategia general contra la centralidad del Trabajo. Pero he preferido argumentar indirectamente en pro de la RBU intentando, humildemente, contribuir al descrédito del mito del Trabajo. Porque, mientras se siga creyendo que a la libertad se llega por el yugo del trabajo permanecerán cerradas las condiciones de un debate serio sobre dicha medida.

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