La precariedad nos atraviesa a todas, condiciona nuestro presente y nuestro futuro; tanto el individual como el colectivo. Nos aplasta. Y, sin embargo, seguimos en el engranaje capitalista que nos asfixia. ¿Es posible repensar el trabajo con otras lógicas? ¿Hasta cuándo vamos a estar así?
Cansadas (hasta la extenuación). Estresadas. Sobrepasadas. Sin tiempo pa na. No es una cuestión individual. Es un problema al que nos enfrentamos todas en mayor o menor medida. Es el sistema, amigo.
Frente al gran impulso y la manía que tenemos los seres que habitamos este planeta de alimentarnos, de tener un techo digno, luz y agua, nos pasamos el tiempo trabajando para cubrir necesidades básicas. En el mejor de los casos, conseguimos pagar nuestros gastos, mientras disponemos de un tiempo escaso para disfrutar del ocio y vacaciones pagadas.
Falta tiempo para pensar y repensar en las condiciones que tenemos de trabajo remunerado.
La precariedad nos condiciona a cada paso de nuestras vidas. Si queremos (o no) ser madres y, por supuesto, el cuándo, para después hacer negocio con nuestros cuerpos. Si podemos (o probablemente no) vivir solas, tener nuestra habitación propia, soñar al menos con un proyecto de futuro. Condiciona nuestra autoestima, nuestra salud mental. Y, lo que es más importante, nuestra capacidad de construir en colectivo.
A la precariedad se suma la incertidumbre laboral constante. Una incertidumbre sobre la que pesa la angustia, el estrés, la depresión, la ansiedad… Y aquí entra en juego el miedo de «si no acepto este trabajo no podré tener ingresos». Y ahí es cuando se cuela toda la autocensura, el demostrar que valgo. A no entender que el trabajo en sí es una forma de subsistencia, pero también de resistencia frente a lo que no queremos como injusticia. Entender cómo opera el capitalismo y la producción desmesurada, la explotación laboral, del cuerpo, el robo del tiempo… es fundamental para comprender que tenemos límites. Como personas que somos, manifestamos dudas, complejos, inseguridades que florecen cuando vivimos en un sistema que nos exige más y más, y más.
Enfrascadas en el día a día, presas de la cadena que nunca para y de la que solo somos una pieza prescindible, nos fallan las fuerzas para parar, mirar alrededor y ver a la vecina que necesitaría un poco de charla, a la amiga que no pasa por su mejor momento o a las compañeras que andan sacando tiempo de donde no lo tienen para sacar adelante lo común.
La precariedad nos roba la vida y nos roba el futuro. Es un monstruo invisible que devora todo a su paso y nos tritura y nos machaca. Basta con mirar las estadísticas: ¡en España hay más de diez suicidios al día! Y la solución no pasa solo, que también, por invertir más en salud mental: hay que ir al fondo, allí donde habitan los monstruos.
El monstruo de la precariedad y el de la incertidumbre, pero también el de la gente que confunde activismo con trabajo y cree que puede pedirte trabajar gratis porque sí. Nuestro síndrome de la impostora pegaíto a las entretelas, la falta de formación en derechos laborales… esa manera de socializarnos como mujeres que hace que nos cueste tanto exigir lo que es nuestro.
Es urgente seguir construyendo en colectivo, aunque nos fallen las fuerzas, y es urgente reflexionar sobre el valor del tiempo y cómo nos relacionamos con él. ¿A qué quiero —si puedo— dedicarlo? ¿Tengo que aceptar un trabajo donde no se me valore, donde se me invalide como profesional y, por tanto, como persona? ¿Estoy dispuesta a tragar porque me han dicho que tengo que tener una hipoteca, un coche, un seguro de vida?, ¿comprar cosas que no necesito, con dinero que no tengo para impresionar a gente a la que no le importo? ¿En necesario disfrutar del ocio sin gastarme todo el dinero que he trabajado durante un año para irme de vacaciones a Kuala Lumpur?
El modelo de vida que necesitamos no pasa por conseguir más dinero para gastar más y seguir la rueda capitalista. No disponer de tiempo para acompañar, cuidar, amar la vida y la naturaleza no tiene sentido. Tampoco lo tiene dejarnos explotar por una empresa, con estructura patriarcal, donde se establecen roles de poder que critico.
El tiempo que dedicamos al trabajo precario es también tiempo que soportamos estando estresadas y ansiosas y que nos imposibilita conectar con la vida.
A veces la cuestión no pasa por evaluar si estamos o no dispuestas. Incluso, para evaluar y reflexionar qué queremos y cómo lo queremos, necesitamos un espacio politizado que no somos capaces de poner en marcha por distintos motivos, por falta de tiempo a veces, otras porque ese tiempo que se nos cede en forma de día libre lo invertimos en lamernos las heridas que nos permitan ser válidas de nuevo en interminables jornadas. Estar cansadas es funcional al capital. Estar sobrepasadas también, aunque tengamos derecho a no querer movernos del brasero y reivindiquemos el autocuidado. Pero aliquindoi con despolitizar conceptos: solo si ubicamos los significados en el lado correcto podemos continuar siendo peligrosas para un modelo de sociedad que nos hace repetir hasta la saciedad que «no me da la vida». La vida sí te da, lo que no te da es el capital. Y el autocuidado es político cuando su objetivo es proyectar en lo colectivo. Lo que no te da es la nostalgia —otro de los grandes caballos de Troya de nuestro tiempo—, algo que le da la mano a un momento donde el futuro es tan borroso que necesitamos asirnos a cualquier recuerdo donde parezca que en aquel momento todo parecía mejor. Cuando los medios hegemónicos echen mano de la nostalgia facilona del todo a veinte duros, ponte a temblar.
Ya tenemos bastantes frenos y un futuro cubierto con toda la gama de grises como para seguir poniendo palos a las ruedas. Con todos los resortes activados para que en el entorno laboral la falta de organización haga las delicias de jefes, patrones y responsables de medios, mirar hacia atrás debería servir para traer a este presente otro tipo de cuestiones, al margen del yo, desde una experiencia muy concreta y situada, pero con una dimensión colectiva que no nos ponga en el centro del universo, ni a nosotras como individuas ni al ser humano como medida de todas las cosas. Tenemos derecho a estar mal, a estar cansadas, a no querer ver a nadie; pero esto no es fruto de un día. Belén Gopegui dijo en una charla que se habla de salud mental como si la salud mental estuviera separada de todo lo que nos rodea, como si fuera algo con autonomía propia. Como si no tuviera que ver, en muchos casos, con la realidad material que te rodea.