nº47 | mi cuerpo es mío

MEDUSA EN LAS REBAJAS

En una calurosa tarde de rebajas, en cualquier tienda de moda, al fresco liberador del aire acondicionado y en busca de un nuevo bañador, mayor, para mi púber hija que ya está tan grande y tan guapa, que crece tan rápido; la música ligera, suave de la megafonía y las miradas amables, las sonrisas impersonales de las dependientas. No puedo evitarlo, tan contenta que venía y me doy de bruces con sus miradas, las de ellos, pero en mi ropa, en nuestra ropa, en las perchas: ese «inocente» vestido rosa con lentejuelas, ese bikini infantil con sujetador ¡y con relleno!, ese look que imita a mamá, el escote que resalta el pecho, el pantalón que estiliza las piernas, esconde estas carnes de aquí, enseña esas allá. El mensaje, si no alto, bien clarito: «hay que cambiar lo que eres.»

Oigo en mi interior voces de mujer, queridas, cercanas, que no me atrevo a rechazar: «es tan mono…»; «déjala, si le hace gracia»; «le hace tanta ilusión…»; «quiere ser como las demás»; «no pasa nada».

Eso queremos, que sea un nopasanada, no ver la relación con ese mirarse una misma con desprecio profundo y pena infinita por toda esa carne que me sobra, ese hueso más para allá y esa cadera heredada de la abuela de cuando la abuela por fin, privilegios de la edad y del agotamiento del abuelo, se liberó de la estrechez.

Nos cuenta Vallejo en su libro La mañana descalza: Medusa, la primera víctima de su imagen. Castigada por Atenea por desafiar su belleza, impedida de ser admirada con un castigo cruel, quien la mirase quedaría convertido en piedra. El mito desvela cómo necesitamos ser miradas y, de hecho, admiradas para sentir que existimos. Para sobrevivir. Ser fea, gorda o vieja o distinta, arriesga la satisfacción de nuestra necesidad de aceptación, común a todas, resulta sin embargo en un privilegio exclusivo para «elegidas». Aprendemos desde muy niñas a vivir en tensión crítica con el cuerpo propio y con el ajeno. Nos tensamos, incluso físicamente, en ese esfuerzo por ajustarnos y nos tensamos en el ensañamiento hacia la otra al ver que no se ajusta (¿cómo hacerlo?) al modelo, en un autoanálisis cruel proyectado. Aprendemos que nuestro cuerpo no es adecuado y que debe pasar por el filtro de la mirada de otras personas, ser juzgado, y que eso que somos, o eso que creemos o queremos ser, no será posible
si no soy lo que debo ser: atractiva, complaciente y buena. Solo si paso este primer filtro tendré derecho a pasar los siguientes.

Continúo transitando los pasillos mientras me abstraigo en mi pensamiento enfadado. Mi cuerpo no se parece a ningún maniquí. No veo el cuerpo de mi hermana, de mi amiga, de mi madre. El culto al cuerpo se ha convertido en algo central en nuestras vidas hasta el extremo de condicionar nuestra vida privada y pública. Se ha convertido en medida de nuestro valor; termina siendo un terreno donde cultivar privilegios y opresiones: juventud y belleza, los privilegios; el resto, la opresión y, por tanto, oculta, no se debe ver. Es a esto a lo que llamamos cosificación, a reducir a la mujer a su cuerpo olvidándonos
de su compleja totalidad. Cuando en el proceso de socialización la cosificación ocupa un lugar central, da lugar a una interiorización de la misma que conlleva un autoservicio de crítica en torno al cuerpo, el autocastigo. Cuántas odian su cuerpo, rechazan partes de él, se avergüenzan, se vigilan en tensión, se martirizan y aguijonean en su día a día para no entregarse al disfrute porque, el disfrute, el placer, puede traer como castigo la traición del cuerpo que responde rebelde expandiéndose, poniendo en peligro la satisfacción de algunas otras necesidades básicas: ser querida, ser «merecedora», ser aceptada.

Me parece, allí en la tienda, imposible ser mujer en este mundo sin quedar atrapada en el cuerpo y en la función de objeto sexual. Desde niñas iniciadas
en la sexualización de nuestros cuerpos a través de estas performances en las que se nos convierte en pequeñitas mujeres erotizadas. La sexualización nos informa desde temprano de que, además de ser objetos bellos, debemos ser objetos sexuales.

Pero ¡por favor! Si incluso los hombres cada vez aceptan menos sus cuerpos en una suerte de igualdad mala. Igualar por lo malo y no por lo bueno. El desastre de un mundo de cuerpos mercantilizados.

Sin embargo, esta visión devastadora puede ser no reconocida por muchas personas que disfrutan del supuesto empoderamiento que proporciona su cuerpo ajustado al canon.  Que personas que disfruten su belleza se sientan empoderadas desde ese lugar de privilegio no parece más que legitimar la estructura en la que cosificar y sexualizar son medidas del valor de una persona.  Se produce, en este sentido, un falso empoderamiento ya que el placer se obtiene por el hecho mismo de ajustarse a la norma. La liberación sexual de los cuerpos normativizados no es ningún logro, es más de lo mismo, creo. A esto lo llamamos sexismo benévolo, el disfrute del beneficio logrado a partir de la mirada omnisciente del hombre que, por guardar belleza, valora y protege, una mirada proyectada de arriba abajo, jerárquica. Del mismo modo que un mecanismo adaptativo es la autocrítica al cuerpo y la autocosificación, también se produce la autosexualización. Es cuando una misma se inmola para lograr la benevolencia de la mirada patriarcal. No parece que empodere, no parece una buena y sana gestión de las necesidades emocionales, sino una trampa más en la que caemos «voluntariamente»; como al tirarte tú misma a la piscina antes de ser empujada.

Desconsolada, me largo de ese escenario de cuerpos de plástico «perfectos» decidida a transformar mi enfado; un exorcismo de esas miradas interiorizadas a través de la propia aceptación como acto de rebeldía. Ser capaces de mirarnos sin interpretación, solo observarnos, como si fuera, desde la ribera, al agua correr; con la bella aceptación que provoca la naturaleza. Cuando asome el deseo de cambiar algo que no nos parece suficientemente bello, mirarlo y dejarlo pasar con un pensamiento activo de Yo no soy un cuerpo. Prestar atención al cuerpo, sí, disfrutar la belleza de nuestros cuerpos, sí, todos, y que el cuerpo no sea un impedimento para aceptarnos. Esto nos devolverá el disfrute del cuerpo sin condiciones, sin miradas ajenas, sin alienar nuestra mirada, solo el filtro que mis propias emociones me brindan y así, entregarnos a un placer más duradero y, por egoísta, a un placer más entregado.

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