8:00 am. 3 nueces. Café solo. 1 vaso de yogur 00. Susana Griso. «El palacio de Hielo es una morgue».
Me ¿sorprendo? agarrando carne. Haciendo un arito con índice y pulgar, buscando el hueso de la muñeca mientras la tele escupe.
Hago y deshago la medición. Reajusto la restricción para la próxima ingesta. Prometo la siguiente compensación.
Desayunar es un barrizal.
Narrarse en el capitalismo de subjetividades.
Aprendí muy de pequeña que la presencia siempre está amenazada en esta sociedad del shock mediático y que hay dos mecanismos desde los que «darse lugar». El deseo y el miedo.
Ambos exigen un trabajo de producción subjetiva cansadísimo que garantice «hacerse presente» en una interfaz social cada vez más acelerada, donde nos hemos servido en bandeja/formato dispositivo móvil la precariedad del capitalismo de subjetividades.
Un cuerpo por sí mismo no parece ser suficiente, así que, desahuciadas de la habitabilidad de nuestras propias carnes, la opción que nos queda es movernos (Si lo registras/posteas o lo documentas mejor) para alimentar los ritos narrativos que nos determinan.
Con el colapso pandémico como guinda, es una proeza totalmente negligente seguirle el ritmo a la información de impactos. Pero como nos va la vida en ese «contarse luego ser», todas fracasamos lo mejor que podemos, desde bien temprano, intentando subirle la apuesta a la brutalidad informativa.
Producimos y reproducimos nuestra concatenación personal de ritos que aseguren, por lo menos, la continuidad de nuestro relato.
Y vamos con todo.
Puestas a elegir, a algunas se nos atragantó la lógica del deseo por gordas, por lesbianas, por locas… y encontramos en amenazar la estabilidad, aunque se trate de la nuestra propia, el único mecanismo narrativo de supervivencia viable para hacernos un cuerpo/una casa/un espacio desde el que ser. Desde el que estar.
Romper con el principio de autoconservación como estrategia vital es una paradoja muy de nuestro tiempo y se expresa en múltiples formatos. El mío lo diagnosticaron anorexia.
Firmando un contrato por mi infinita reducción he construido un sistema meticuloso de sumas, castigos, condiciones y reglas autoimpuestas. Algunas más conscientes que otras.
En definitiva, un entretenimiento activo y absorbente 24/7 para poder vivir en un presente que califica de carente a quien no produce.
La receta es la siguiente:
1. Desvirtúo la dimensión política y común que caracteriza a la práctica alimentaria para reducirla a método de subjetivación.
2. Diseño un paquete de acciones que afirman mi sensación de hiper-agencia (control de ingestas, percepción de comida-causa y cuerpo-consecuencia, clasificación de alimentos en clave moral bueno/malo y saludable/procesado…).
3. Me atribuyo, con la ayuda de la losa de la cultura de la dieta + los modelos occidentales de belleza, (poca cosa) la autoría de la información que desencadena mi vínculo con lo alimenticio.
To pa dentro.
Como bajarse del juego de la producción subjetiva no es una opción y la interacción es un bien precioso, al alcance del texto más bizarro, de la imagen más impactante, del titular más conmovedor… Me asedio a mí misma, carne homeless, utilizando la gravedad de los relatos/sensaciones y afectos generados por mi cuerpo muerto de hambre para intentar vivir en el mismo mundo que Susana Griso un lunes cualquiera.
La casa, la otra.
Estoy en el supermercado (se sabe, best place ever para personas que no se dejan comer).
Como el cuerpo aún no confía mucho en la capacidad de hacerme cargo de mí misma, me lleva como zombi hasta las secciones menos recomendadas por Carlos Ríos, para que haga acopio de comida energética por si se me vuelve a pasar por la cabeza atentar contra mis necesidades básicas.
Llama M.
Dice que está preocupada porque odia a todo el mundo. Nos reímos.
Muy segura de que estamos en el mismo punto de mierda, encendemos el modo confesionario y repasamos el top 10 de los corajes de la semana del rollo de «tengo veintitantos, no tengo trabajo, llevo una carrera y dos másteres, llevo la rica pandemia, mi madre dice que no sabe por qué estoy tan triste, mi amiga dice que si tengo claros mis objetivos y en realidad soy una privilegiada y en realidad qué pasa con Lesbos y qué pasa con el reparto de comida en la calle de atrás y cómo hacemos impacto y sácame de casa que no puedo más».
Nos prometemos otra vez que la primera que consiga vivir del cuento hará un estar para las dos.
Sin darme cuenta, cuelgo en el pasillo de los cereales (exartículo prohibido durante los peores meses de la enfermedad). Cojo de chocolate rellenos de chocolate y, a modo de mantra, me digo en silencio: por encontrarnos, somos.
Sigo hacia la línea de caja con dignidad sin precedentes.
La casa era el encuentro era la interlocución era la otra.
9:30. Café. Una tostada con jamón.
«Vox somete a votación en el Congreso la petición de penas de cárcel para ‘okupas’».
El fondo común de cualquier desplazamiento es la búsqueda de una casa. Un entorno de suficiencia y presencia donde deje de ser necesaria la producción de narraciones y podamos poner las carnes a conversar sin dejarlas atrapadas en los rituales de deseo y miedo.
Hay un rumor bajo el texto del shock. Un rumor de supermercado de estación de metro, de baños públicos.
Resonancia oral, que emerge del cuerpo y se reconoce en lo heterogéneo.
Entender que la condición habitable reside en la conversación, desplaza la búsqueda de hogar a la búsqueda de encuentros. A la búsqueda de la otra.
«Segregación por barrios en Madrid.»
Cojo los deditos de M mientras la tele escupe y nos preguntamos y vivimos en la pregunta.