Nunca pensé que pudiera, que de verdad yo pudiera escribirme y escribir maricón, con tanta tranquilidad, de una forma pensada. Maricón es una palabra cobradora de frac, una perseguidora durante tu vida.
Cuando te asignan un género y tú vas y te saltas algunas de las cosas que están hechas con mucho tesón para ti (los clásicos y los típicos: no juegas a fútbol, te relacionas mejor con las niñas, te gustan las muñecas, eres fan de las Spice, te tocas con tu primo, el de tu edad, te haces del club de la barbie o te da por cocinar pasteles con plastilina en un set de repostería). Cuando haces esas cosas, no se ve demasiado bien. Verás, no es que la gente sea homófoba así de forma innata (¿o sí?), es que la sociedad, y sobre todo los barrios chicos y los pueblos, son bastante apretados respecto a que las cosas se mantengan como están, intactas.
Pues bien, ante este pasarte los límites cuando eres niño, la adolescencia se convierte en un campeonato que suele durar aproximadamente todos los años de instituto y algunos más. No es una etapa tan condescendiente como la infancia: en ella todxs temen pero mantienen la esperanza de que en algún momento, válgame dios, vuelvas al camino de lo que sí se debe. En la adolescencia, la policía del género se duplica. ¿Sabes cuando vas a una mani y las lecheras se agolpan en líneas de dos en dos? Pues así te sientes cuando entras en esta etapa y eres maricón. Las lecheras van siempre contigo a todas partes para acorralarte. Sueles tener bastantes policías del género siempre pululándote al rededor.
Entonces, resulta que en momentos cuando crees que has hechos amigOs, un día sin querer te enteras que, no en tu presencia, en otros espacios, proclaman a los cuatro vientos que tú eres un poco eso; un poco así como «maricón de mierda». Y ahí empiezas a entender cuánto bloquea esa palabra prohibida, que en tu cocreación de la vida solo representa tu no posibilidad de acceso a lugares simbólicos y físicos, tu marginación y el comodín perfecto para bloquearte, desactivarte, invisibilizarte y, sobre todo, sin querer poner mucho drama, para humillarte cuando así se precise.
La realidad es que la palabra y todo el odio y lo denigrante que ella encierra es un arma perfecta que se le concede al resto de las personas que conviven a tu alrededor (especialmente a los hombres cisgénero) para poder escupirte en cualquier momento lo que les parezca y arruinarte el día. Uno no suele querer formar parte de las minorías en la adolescencia, en esos momentos tan críticos donde tus iguales se convierten en referentes y grupos de apoyo; por eso, se hace el gran esfuerzo de castrar y modificar conductas, deseos, placeres y gustos para formar parte de la mayoría.
En un cuaderno, un maricón durante su adolescencia es capaz de armarse una especie de guía de todas aquellas cosas de las que debe prescindir y modificar para poder entrar en el gran grupo. Nunca sabes lo nefasto, hiriente y destructivo que esto va a ser y cuánto te va a costar poder volver a conectarte a una esencia de la que cada vez te vas alejando más, tan solo por la mirada externa que se te hinca en la nuca.
Pero ahí, lo que te jode un poco es que, a pesar del esfuerzo y a pesar de acumular otros valores, alguien puede venir y, sin que te lo esperes, decir al de al lado «mira el maricón de mierda»; y te eche por tierra el día y te destroce la semana y sientas que por más que escribas manuales de instrucciones de machisto de barrio, ellOs ya tienen ese poder, y va ser difícil poder arrebatárselo.
En una adultez militante, crítica, donde uno, de un salto con voltereta y doble pirueta consigue, a través de la mierda, construir y edificar con compañerxs. Donde el feminismo te permite una barca salvavidas para no irte al carajo, entiendes lo que en un momento te confirmó el presagio de los otros: ser gay. Y decirlo: «gay». Y no negaremos que puede que en algún momento fuera (como dice La Mala, «ser gay está de moda») una cosa actual, moderna. Esa época de 2010 donde tanta gente tenía amgixs gay; donde el matrimonio y, de repente, la normalidad nos dieron un respiro. Más tarde se volvería a convertir en un lastre, en un no reconocerte. Y aquí llego a la esencia de este artículo y me pongo serio para hablar de lo más estructural de esto: la identidad.
¿Por qué no soy gay? Mi identidad define mi vida y me define a mí. Desde que oí a Mar Gallego, confirmé las trabas de nuestra identidad andaluza; desde que me encontré con otros maricones andaluces, entendí las dificultades en manada y por tanto la mella en nuestras vidas. Llamarme y autodefinirme maricón fue un proceso largo. Cuando la primera compañera dijo «en Andalucía nunca nos dijeron marikas, siempre nos dijeron mariconas de mierda», me hirió oírlo. Esa herida mía de la adolescencia que se descubrió ahí, siendo pura sinceridad, entendió que ojalá algún día pudiera decir maricón sin que eso evocara mis miedos y los de los otros. Soñé con poder arrebatarle de verdad ese maricón a las bromas machistas, a las coletillas de heteros que se apropian de algo que, a muchas, aún nos ha costado decir y decirnos.
Transformar maricón en un elemento político potente, verlo en pegatinas, en amenazas a los que nos agreden; reunirnos y encontrarnos a través de esa palabra ha sido el bálsamo y el hito que pone fin a la dictadura de los límites que nos impusieron. Posible cuando conseguimos apropiarnos de eso que tanto nos hirió, que nos exilió. Entonces hay algo que se libera, de verdad. Hay algo del enemigo, si el enemigo existe, que queda desactivado. Hay una herramienta que siempre fue tuya y ahora, por fin, está en tus manos.
Ahora, cuando me dicen ¿eres gay? Contesto «no, soy maricón»; ahora le devuelvo a mi yo adolescente la tranquilidad y la alegría de todos aquellos momentos en los que, con solo poner ese concepto sobre la mesa, me arruinaban el día.