Imagina levantarte una mañana y recibir varios (muchos) mensajes con capturas de pantalla que reflejan interacciones en redes sociales del perfil de un señor defendiendo posiciones tránsfobas, xenófobas, islamófobas, antifeministas…, y todo ese pack casposo y reaccionario que se esconde tras el hilo discursivo de Frente Obrero; otras, en las que, sin dejar de defender esa misma posición, las acompaña de tiritos babosos en los que le dice a chicas (a las que parece obvio no conocer) que no comparte su opinión, pero que «tiene un crush con ellas por cómo hacen rabiar a los progres».
Imagina ahora que no solo reconoces a ese señor, sino que fue tu pareja durante varios años.
¿Cuál crees que sería tu primera reacción ante tal suceso? La mía fue un infinito escalofrío que recorrió todo mi cuerpo y, después, tratar de comprender qué había pasado en los años que hacía que no sabía nada de él para que hubiese pegado ese viraje que, a día de hoy, sigue siendo inesperado para mí.
Supongo que lo más común en estos casos es culpabilizarse (una a sí misma y una ante el mundo) por lo sucedido, guardárselo para sí y apelar a las recurrentes preguntas de ¿cómo no me di cuenta de cómo era? ¿Cómo le permití abrir las puertas de mi intimidad? ¿Cómo pude validarlo tan despreocupadamente ante la sociedad?…, a modo de autocastigo. Pero, a mi entender, es mucho más interesante abrir un debate que, en la línea de mi firme posicionamiento de que «lo personal es político», nos remueva y desvele lo que nos pasa por el cuerpo cuando descubrimos que alguien en quien confiábamos resulta ser una imagen muy distorsionada de lo que ahora se presenta como la realidad. Y me parece importante porque, como suele ser habitual en asuntos de lo íntimo: no debería de sentirme responsable por lo que hacen los demás más allá de mí, no soy la única y lo ocurrido atraviesa más facetas sociales de las que a priori podemos imaginar.
Cuando conté el hecho entre mis amistades, la primera reacción (aparte de compartir asombro conmigo) fue aludir a cómo nos engañó a todas las personas con las que se relacionó en ese tiempo, asumiendo que una versión de ese señor es falsa y la otra verdadera. Pero a mi entender, ambas personalidades fueron tan verdaderas como potencialmente falsas. Me explico; no creo que se inventara una personalidad que le permitió participar en movimientos políticos hasta el punto de estar encausado en un juicio antifascista (paradojas de la vida), o que ahora esté más cercano al filonazismo de forma acérrima, sino que más bien defendió lo que le hizo sentir más cómodo y socialmente afín a lo que en ese momento era su entorno más cercano.
Esto me lleva a asemejar este hecho a otras situaciones que, salvando las distancias, tienen de base un mismo fondo: descubrir que compartes vida con una persona que actúa en cada situación como sea conveniente más allá de sus sentimientos o convicciones políticas, en caso de haberlas desarrollado realmente.
En un primer momento, pensé en todas esas mujeres que han estado sentimentalmente ligadas a policías infiltrados que llevaron a otro nivel la misión de introducirse en los movimientos sociales. En estos casos sí fueron indudablemente engañadas, y no quiero ni imaginar cómo debe sentirse verte en la situación de haber estado compartiendo cama y vida privada con alguien cuya motivación primera para acercarse ha sido conseguir información para destruirte a ti y a tu entorno, ese al que tú voluntariamente le has abierto las puertas sin medida.
Sentir que compartiste complicidad con un ser que ha interpretado un papel durante todo ese tiempo tiene que destrozarte por dentro, porque pusiste un cuerpo que ahora parece lleno de huellas de aquel que odiaba tanto a «las de tu calaña» como para disociar todo sentimiento «compartido» y evidenciar que solo fuiste una maniobra en su labor policial.
Y no dudo de que ese señor secreta no se sintiese atraído por la chica en cuestión, que no disfrutase de la compañía en esa posición de soledad que supone la misión de infiltración policial que tan bien reflejan películas como La infiltrada, pero no nos confundamos, una relación sexoafectiva en esos términos no deja de ser una violación si en caso de haber sido consciente de la situación esa mujer no se hubiese acostado con ese hombre.
Otro escenario al que me acercó la noticia del viraje de mi ex fue el de aquellas novias de los miembros de la manada que, ajenas a la existencia de ese grupo (o no del todo) de repente se vieron agarradas de la mano de un señor capaz de cometer tales vejaciones sobre el cuerpo de una mujer.
Lo inmediato es dudar de cómo se comportarían con ellas, qué clase de tormento serían sus vidas, pero de nuevo, no nos equivoquemos, ellas podían ser tan desconocedoras de esa realidad como cualquier otra persona que se hubiese cruzado con ellos por la calle antes de desvelarse el hecho. Y, posiblemente, esos chicos querían a sus novias como no han querido a nadie en su vida y las trataban como las princesas que consideraban que eran, sin embargo, eso no quita para que, en secreto, deseasen otro tipo de intimidad que ejercer con lo que consideran «otro tipo de mujeres».
Si lo piensas bien, nadie se escapa de la posibilidad de estar conviviendo con un monstruo que aún no ha dado la cara. Miedo me da pensar en lo poco que conocemos los bajos fondos del deseo de nuestros allegados, porque no nos olvidemos que las grabaciones de aquella horrible noche de la manada fueron de las más visitadas en páginas de contenido sexual durante bastante tiempo.
Como colofón a esta disertación, y a modo de invitación a las vuestras, apuntillar una circunstancia que, tristemente, sigue siendo tan real como el patriarcado mismo, y es que cuando se trata de utilizar a una mujer, para muchos las convicciones políticas no existen, como ya reflejaran los célebres versos de Los Chicos del Maíz «…qué le voy a hacer si mi novia es de derechas». Pero más importante que eso, amiga, recuerda: aunque pases una mala racha, no te tires a un facha.

