Las tribus gitanas aparecieron por España a finales del siglo XIV, entrando por el Condado de Barcelona. En 1470 llegan a Sevilla y se asientan en la margen derecha del río, en un arrabal llamado Triana. Allí fueron herreros, la aristocracia del pueblo gitano; tratantes de ganado, poseedores del don de la palabra; alfareros, matarifes o carniceros.
Pronto se hicieron indispensables para el Gobierno y el Ejército, en una época de guerras permanentes, fabricando herraduras, ruedas para los carros y hasta balas para los cañones; suministrando caballos y animales de carga o atendiendo al reposo del guerrero.
Destruidas la morería y la judería de Sevilla por motivos religiosos, la gitanería de Triana sufrió en 1749 la Prisión General de Gitanos decretada por Fernando VI. En esa fecha se apresaron a todos los gitanos del barrio. Los hombres y niños mayores de siete años fueron conducidos hasta los puertos de Cádiz para remar en las galeras reales o trabajar en los arsenales. Las mujeres y niños pequeños fueron confinados en recintos amurallados, como la alcazaba de Málaga o la ciudad de Carmona, en un intento nazi de impedir la expansión demográfica de la raza gitana.
Pero los gitanos, una vez cumplidas sus condenas, volvieron a Triana reconstruyendo sus fraguas y organizando la gitanería más importante del país. En el Libro de la Gitanería de Triana de 1750 ya se mencionan los bailes gitanos de la época, muchos introducidos por los esclavos negros de Sevilla y Cádiz: el cumbé, el guineano, el mandingoy o la zarabanda. También nos habla de un canto de los galeotes, la queja de galera, precedente de los primitivos estilos flamencos a capella: tonás, martinetes, livianas, carceleras…
De nuevo, tras la bonanza de las leyes de Carlos III, todo parecía tranquilo en una Triana convertida en crisol del arte flamenco a lo largo de todo el siglo XIX y parte del XX, con míticas dinastías de toreros y cantaores gitanos como los Cagancho y los Pelaos.
Esta tregua duró hasta finales de los cincuenta del pasado siglo cuando un nuevo Torquemada, el gobernador civil D. Hermenegildo Altozano y Moraleda, destacado miembro del Opus Dei, en connivencia con el Ayuntamiento de la ciudad, ejecutó la más cruel y miserable destrucción de la gitanería de Triana para especular con el valor urbanístico de la margen derecha del río.
La justificación ideológica de esta maniobra fue la creencia de que dispersando a las familias gitanas estas se integrarían más fácilmente. El efecto fue justamente el contrario. Los gitanos exiliados de su barrio se hicieron más endogámicos y etnocéntricos… Y Sevilla perdió su compás flamenco.
Las familias gitanas fueron conducidas a barracones y casas prefabricadas, sin agua ni sanitarios, dispersas por el extrarradio de la ciudad: la Cochera de los Tranvías en la Puerta Osario, La Corchuela, Laffite, Los Merinales, las casitas de Uralita, sin sanitarios, del Polígono de San Pablo… Allí se mezclaron con gitanos canasteros y andarríos de una cultura muy diferente, y con los marginados de toda la vida, hasta que se agruparon en ese disparate urbanístico llamado Las tres mil viviendas.
En este peligroso barrio de Sevilla los gitanos trianeros han ido perdiendo su cultura y su identidad y están siendo azotados por las drogas y la delincuencia, comportamientos muy ajenos a la ética de la gitanería de Triana donde un Senado, emanado de los antiguos clanes de herreros, controlaba a este ingobernable pueblo.
La gitanería de Triana era un ejemplo de pueblo perfectamente integrado con los gachés, con los que compartían los corrales de vecinos. Todos se conocían y se respetaban. Eran las familias gitanas descendiente de los clanes herreros. Gitanos trabajadores, jornaleros en los muelles, en el barranco del pescado, en los alfares…
En aquellos corrales se vivía un experimento sociológico natural que, salvando las distancias, conectaba con el ambiente del socialismo nórdico. En la Gitanería reinaba la solidaridad como actitud cotidiana, junto con el desinterés por la posesión y la propiedad de bienes.
Ahora imaginemos a esas familias expulsadas de su Edén. El calor insoportable de las casetas de Uralita; la falta total de agua en los domicilios; la falta de sanitarios, que se construyeron bastante alejados de las viviendas; la incomunicación de los asentamientos con el centro de Sevilla; la desconexión entre familias…
Es bueno que las autoridades de Sevilla, responsables del bienestar de los vecinos, sepan que en Triana no hubo jamás consumo ni tráfico de drogas, salvo los eternos cigarritos de la risa que nos dejaron los moros. Tampoco había delincuencia, en comparación con la que existe en Las Tres Mil Viviendas.
La desaparición de la gitanería de Triana ha tenido una repercusión inevitable en el ambiente flamenco de Sevilla. Se acabaron las madrugadas morenas al otro lado del río, los corrales de vecinos, las reuniones de vino blanco y pan para celebrar la vida. Se perdió una auténtica integración madurada durante cinco siglos. Desaparecieron esas dinastías de gitanos trianeros que caracterizaban al barrio con su elegancia, sus valores tradicionales y su alegría dentro de la pobreza.
Hoy, para encontrar esos brotes de arte, tenemos que rebuscar por Jerez de la Frontera, la ciudad de los gitanos para Lorca. Allí han desaparecido algunos corrales del Barrio de Santiago o San Miguel pero se conserva una comunidad solidaria e integrada que no nos llama payos, palabra ofensiva en boca de un gitano, sino gachés, la correcta denominación en su lengua de origen, el romanó.
Acaba de aparecer el DVD con el documental Triana Pura y Pura, en el que se cuenta cómo, después de veinticinco años, los exiliados del barrio se reunieron en 1983 para celebrar la última fiesta. La lección magistral de cómo se bailaba en Triana.