Todas conocemos la hostelería como un sector tradicionalmente precario. Jornadas de más de 40 horas, horas extras que no se pagan, festivos que se trabajan como un día cualquiera, temperaturas de 40° en cocina, nóminas y contratos que no reflejan la realidad… En Sevilla las condiciones que establece el convenio de hostelería, ya de por sí insuficientes, raramente se respetan.
Del mismo modo, cuando se niegan derechos de representación de los trabajadores o no se vela por la seguridad en los lugares de trabajo, se incumple el Estatuto de los Trabajadores —y hasta la Constitución—. Porque, virtualmente, las empresas hosteleras instauran un régimen propio, con sus propias normas dentro de sus propios parámetros sobre lo «aceptable». Lo más próximo a la utopía neoliberal de un mercado de trabajo donde rige la voluntad privada: si al trabajador no le gustan las condiciones es libre de no trabajar y buscar otra empresa en la que venderse mejor en calidad de capital humano.
También son frecuentes las empresas pequeñas y/o familiares, donde las relaciones laborales también son de parentesco, en las que no se percibe una distancia muy grande entre propietarios del bar y trabajadores asalariados. En el presente hay una tendencia general a la concentración. Las empresas siguen siendo establecimientos de entre 10 y 20 trabajadores, que forman parte de conglomerados de 8 ó 10 restaurantes, bares y cafeterías, en los que se concentra y optimiza la facturación —pero no las condiciones de trabajo— y las formas de gestión son más verticales. Son las conocidas franquicias y los grupos empresariales que, a diferencia de aquellas, acogen a empresas con distinta marca y producto, pero en el seno de una misma estructura. Grupo María Trifulca, Perro Viejo, o el célebre grupo propiedad de quienes especulan con el suelo de la ciudad y desahucian a vecinas, La Vida En Tapas, son conocidos en Sevilla.
Sabemos la cantidad de gente que trabaja en bares y restaurantes. Muchos de nosotros estamos de paso sin la intención de dedicarnos a ello. Pero lo cierto es que nos pegamos años aquí porque así nos obliga la realidad de nuestra ciudad y la escasez de alternativas laborales. El turismo y la gentrificación engordan el sector y las desigualdades de las que estamos hablando. Vale comprobar dónde se encuentran la mayoría de establecimientos de los grupos empresariales mencionados, e imaginar dónde vive el personal que en ellos trabaja.
Todo esto dibuja un cuadro peculiar. Percibimos una conciencia general de precariedad en el sector, pero escasa organización sindical. Ciertamente, pensamos que es fácil conseguir logros: las empresas son relativamente vulnerables por la naturaleza de su exposición al público, por su ineptitud a la hora de lidiar con el conflicto y por lo flagrante de los incumplimientos que son fácilmente identificables y denunciables. Simultáneamente, dada la temporalidad en los puestos de trabajo el personal tiene, en comparación con otros sectores, poco que perder, y bastante que ganar.
Pero la realidad es que en los bares y restaurantes sigue siendo rara la acción sindical y la representación de los trabajadores. A pesar de lo dicho no podemos frivolizar con las situaciones personales y los miedos de cada quién. Pero todas somos conscientes de las situaciones de precariedad que padecemos y de la mierda del panorama laboral al que estamos condenados en una ciudad que apuesta por el turismo y las fiestas como recursos identitarios y de creación de valor, aunque ello signifique el empobrecimiento y el desplazamiento de sus habitantes de las zonas históricas.
Quizás aún falta entre los trabajadores de hostelería la maduración de vínculos de solidaridad y compromiso por organizarse para mejorar las cosas en los lugares de trabajo. Quizás el tamaño de las empresas, más esa falta de continuidad y de apego a los puestos de trabajo no ayuden precisamente en esta tarea. Pero cuando se quiere, se mejoran las cosas. La lucha está en nuestra mano.