El afán por aprender, el apoyo mutuo y la autogestión facilitaron una amplia cobertura de enseñanza en el mundo rural aislado. Maestros que eran libres en su método, que ejercían según su conciencia y sus capacidades, con resultados diversos. Maestros de izquierdas y maestros sin ideas manifiestas, maestras en su casa o en escuelas improvisadas... En un ambiente de extremo abandono, tod@s representaron una pequeña tabla de salvación para la población rural.
Hasta los años setenta del pasado siglo XX fue muy común la enseñanza de maestros de campo y de maestras de escuelas particulares, quienes no tenían título y trabajaban al márgen de la administración. Esta forma de enseñanza ha sido históricamente infravalorada y soterrada frente a la enseñanza oficial, cuando no perseguida. Lo cierto es que buena parte de las personas mayores que se criaron en aldeas y diseminados del campo se arregla mal que bien con la lectoescritura en su vida cotidiana: leen novelas y prensa, pueden tomar notas y dejar recados por escrito, y escriben y leen cartas. Dado que la escuela rural no estaba diseñada para el contexto de trabajo en el campo. ¿Cómo se alfabetizaron?
En el recorrido educativo se iban sumando opciones: la enseñanza por familiares, el autoaprendizaje, los maestros de campo, la escuela rural (si existía) o las clases particulares, siempre con el apoyo de personas cercanas. Una forma de aprender y enseñar que surge antes que las escuelas rurales y convive con ellas. En Tarifa los maestros de campo trabajaron hasta los años sesenta y, allí donde fueron necesarios y hubo demanda, hasta los ochenta. Cien años después de crearse la norma y la institución educativa, en una parte considerable del mundo rural se aprendía sin éstas.
La mayor parte de la población rural en Tarifa (Cádiz) y otras localidades andaluzas tuvo uno o varios maestros de campo durante su vida. Personas que no tenían vivienda, trabajaban de forma itinerante, sin salario y en geografías muy aisladas. Sus padres los buscaron expresamente, o bien los aceptaron cuando éstos se ofrecieron a dar clases. Pagaron por ello en moneda o en especie. La necesidad y motivación para aprender de las familias, el interés por enseñar por parte de maestros y maestras, y la cultura comunitaria de autogestión permitieron la alfabetización funcional de varios miembros en cada familia y aportaron herramientas para la cultura y la autonomía de la población rural.
El maestro ambulante atendía a personas de todas las edades. Llegaba hasta el lugar donde hubiese demanda. En un contexto de supervivencia precaria, sabía que podría comer y tendría un camastro donde dormir allí donde le coincidiese en su ruta, fuese un cortijillo o una choza. La ausencia de mobiliario no impedía dar las clases. Se aprendía en grupos mixtos, se requería el apoyo mutuo entre alumnos de diferentes edades y niveles. Para compaginar el pastoreo en el campo con el aprendizaje, ciertos maestros se acercaban allí donde niños y niñas guardaban el ganado. En algunos diseminados, el alumnado se turnaba para atender a las clases sin descuidar el ganado.
Algunos maestros muy motivados y preparados buscaron fórmulas de enseñanza más abiertas y adaptadas: lecturas y debates en grupo, ejercicios al aire libre vinculados al entorno y atención específica a cierto alumnado con necesidades especiales. Éste fue el caso de Carmen Jiménez (de El Chaparral), afectada de poliomielitis, y de Andresillo (de El Conde), que era sordo.
¿Y los maestros anarquistas y socialistas que enseñaban en diseminados y cortijos a finales del siglo XIX y en la primera mitad del siglo XX? Parece claro que éstos imbricaron su compromiso político en un oficio ya existente. Ellos, que eran parte del pueblo, escogieron transmitir sus ideas y mejorar el saber y la cultura de su gente trabajando como maestros ambulantes o creando escuelas particulares.
Muchos maestros de campo que trabajaron en el término de Tarifa (Cádiz) eran de izquierdas. En los años cuarenta, a su regreso del frente y tras salir de la prisión, buscaron el sustento en dehesas municipales y sierras rocosas apartadas, alejados del control y del señalamiento en el pueblo. Algunos conversaban sobre su vida y su mirada del mundo con las familias de sus alumnos, y les leían relatos de escritores con influencias socialistas. L@s mism@s señoritos y señoritas los contrataron como maestros, aunque ellos no ocultaban su desacuerdo con la dictadura. A pesar de la represión ideológica inmersa en la vida cotidiana, especialmente incisiva en pueblos y ciudades, trabajaron y vivieron enseñando en el campo durante décadas gracias al respeto y a la cobertura de las familias a quienes enseñaban.
El alumnado que participó en la investigación de mi libro Juntar las Letras, hoy personas mayores de cincuenta y cinco años, se saben testigos privilegiados de una experiencia única, pues lograron aprender a pesar de la marginación imperante en su tiempo. Relatan con emoción su experiencia de aprendizaje y conservan un intenso recuerdo agradecido de esas personas que dejaron huella en sus vidas. Pedro Sánchez Godino, maestro en escuelas de la comarca, confiesa: Mucha gente de las zonas donde he trabajado ha tenido maestro de campo. Y me han contado anécdotas de su maestro con tal afecto que yo siempre pensaba, «¡ojalá algún niño hable de mí como esta gente me habla de su maestro de campo!”.