Ilusionadas y precarias, muchas buscamos esas oposiciones que nos salven la vida y nos permitan vivir en condiciones. Todas nos merecemos trabajar dignamente; pero ¿cuál es el precio a pagar?
Hoy en día pensamos que plantearse estudiar unas oposiciones es una vía fácil, la salida más viable cuando no tienes trabajo o pretendes vencer la inestabilidad, para que tus ingresos mensuales no dependan de las vicisitudes de una empresa privada, pero obtener una plaza dentro del ámbito público está muy lejos de ser una vía fácil.
Suele decirse que sacarse las oposiciones es una carrera de fondo, aunque se nos olvida que para emprender ese trayecto se necesitan tiempo y recursos previos de todo tipo. Aunque más que de fondo es una carrera de obstáculos o, por dulcificar un poco la travesía que supone el proceso, podemos verlo como una historia de «sigue tu propia aventura», en la que, si bien se te van abriendo nuevas realidades conforme vas avanzando, estos son caminos prefijados por la administración de turno y tú, como opositora, tienes alguna capacidad de elección, pero poca o nula capacidad de decisión.
Llegados a este punto en que presentarse a unas oposiciones se ha convertido en algo casi mainstream, parece importante señalar todo lo que conlleva dicho proceso y qué es realmente requerido para intentar tener éxito en tan complicada dedicación. Como en la vida misma, sacarse unas oposiciones tiene más que ver con los privilegios con los que partes que con lo que sepas o hayas estudiado, por lo que se hace perentorio tener recursos previos que puedan diferenciarte del resto. Estos recursos, como buenos privilegios, no son solo una compilación de méritos a sumar, sino que se manifiestan en múltiples formas y entrañan varias dimensiones, las cuales desgranamos a continuación.
Para empezar, tener un título universitario es un requisito que, si bien en muchos casos no es necesario, sí se hace imprescindible si quieres igualarte en puntos al resto de aspirantes. Además de los méritos extra, esto supone, de partida, una diferenciación entre aquellos que ya tuvieron oportunidades para labrarse un futuro al acabar la enseñanza obligatoria y los que tuvieron que ponerse a trabajar desde jóvenes; y entre los que pudieron adquirir el hábito de estudio y los que nunca lo lograron.
Otra faceta es obvia: tener dinero. Las oposiciones son una inversión como otra cualquiera en la que debes dejarte los cuartos en pagar las tasas de derecho a examen que, según qué categoría, son más o menos accesibles económicamente hablando; en cursos que te den méritos que prácticamente todas las aspirantes tienen, pero sin los que no tendrás ninguna oportunidad; en una academia que te dé pautas para aprobar (de hecho, hablar del negocio de las academias de oposiciones bien podría ser un artículo en sí mismo); y un largo etcétera. Pero quizás la clave está en entender que este es un proceso que supone un lujo solo al alcance de determinados sectores de la población.
Esto nos lleva a otro de los recursos imprescindibles: el tiempo. Realizar este tipo de pruebas provoca un bloqueo vital para un buen porcentaje de esa población que, laboralmente activa o no, se está dedicando a preparar los exámenes lo mejor que puede para algo que sabe que es muy difícil conseguir y que quizás ni consiga. Y es ahí donde vuelven a aparecer los privilegios, porque no cualquier persona puede parar su vida para dedicar a estudiar todas las horas que son necesarias para dominar el temario, y no hablamos solo de dejar un trabajo, sino también de dejar de lado toda carga familiar y doméstica y, a veces, incluso ir recortando las interacciones sociales.
La consecución de este tipo de pruebas a las que acudimos ilusionadas convocatoria tras convocatoria pensando que, literalmente, nos pueden salvar la vida, provoca que miles de personas con ganas y necesidad de realizarse laboralmente se estén dedicando a prepararse lo mejor que pueden para algo que saben que es muy difícil conseguir. Además del escaso número de plazas para la totalidad de aspirantes, las notas dependen del tribunal evaluador, de no estar ese día muy nerviosa y de la suerte, de lo que toque. Esto supone una frustración que va haciendo mella en la salud de las opositoras, tanto física como mental. No es extraño que, paralelamente al tiempo de estudio, se den periodos de depresión, ansiedad y contracturas. Realizar este tipo de pruebas también genera un gasto económico específico para las participantes, que tienen que desplazarse, pernoctar, comer y en algunos casos llevar material requerido para realzar la competición; y también para las entidades convocantes, que malgastan unos recursos muy por encima de los necesarios para el número de plazas que acabarán cubriéndose (personal, papel, sobres, logística, transporte, sistema electrónico de corrección, recursos humanos, etc.). En definitiva, un gran despliegue de recursos y de decepciones.
Hay muchas personas que se preparan unas oposiciones solo porque han salido muchas plazas, porque el temario es sencillo, o se presentan a exámenes para conseguir puestos que nada tienen que ver entre sí, pero aprovechan el temario común a todas las pruebas para seguir probando suerte, en diferentes actividades, y ocupar lo antes posible el sillón de alguna oficina, despacho o recepción. Sería interesante pensar en otro tipo de pruebas, en forma de examen o entrevista, gracias a las que las personas pudieran llegar a ostentar puestos deseados, que de verdad quisieran realizar. Las oposiciones a día de hoy son un camino tortuoso en el que se evalúa la sangre fría, la capacidad de aguante y de memorización en lugar de las habilidades y el amor necesarios para llevar a cabo una profesión y relacionarnos como expertas en la sociedad. El examen del MIR son cinco horas seguidas contestando preguntas tipo test engañosas, para ser profe hay que memorizar cientos de páginas de temario, para acceder a la abogacía miles. Desde estas páginas vemos necesario revisar este sistema en general y el de las oposiciones en particular, pues ya que el trabajo es una obligación para habitar la sociedad, las personas nos merecemos acceder al mundo laboral de forma digna y sana.