nº56 | todo era campo

Las Cabras Montesas de Gilena

No es extraño escuchar, o incluso creer, que la relación de la mujer con el trabajo asalariado es una cuestión relativamente reciente. Lo cierto es que las mujeres de clase trabajadora, aquellas que no podían depender del salario de un marido para sobrevivir, siempre han estado, no solo cuidando y criando, sino también rebuscando para ganar un poco más de dinero que les permitiera dar de comer a sus familias. Nuestros trabajos siempre fueron diversos, desde las Faeneras de Málaga, las Cigarreras de Sevilla o Cádiz, el trabajo en fábricas, el empleo textil (que muchas veces implicaban jornadas agotadoras en los espacios privados del hogar), el servicio doméstico, la cría y cuidado de los hijos de las clases pudientes, el campo… Siempre hemos estado ahí, con las manos en el meollo, a lo que había que sumarle el trabajo en el hogar y el cuidado de la familia.

Lo que las mujeres no hemos tenido en el Estado español hasta finales del siglo XX es un reconocimiento de nuestro trabajo fuera de casa, de una igualdad salarial y laboral, y unos derechos básicos que nos reconocieran como trabajadoras asalariadas de pleno derecho. Y eso no solo por culpa de un sistema capitalista deseoso de una mano de obra barata que en aquellos momentos les proporcionaban las mujeres pobres, sino también por su connivencia con el patriarcado, generando unos discursos machistas que nos condenaban a la esclavitud. No era extraño escuchar que las mujeres les quitaban el trabajo a los hombres, y que su lugar estaba en los hogares, criando y cuidando a sus familias. Esto no solo convertía a la mujer en un ser dependiente de un marido y un espacio privado, sino que cuando tenían acceso a un salario este fuera mísero, sin reconocimiento social y en una situación de vulnerabilidad absoluta frente al patrón o el manijero.

Y esto solo ha podido cambiar gracias a las luchas de miles de mujeres. Mujeres que pusieron el cuerpo, derribando los discursos para que hoy podamos tener una mijita más de derechos, y algo de reconocimiento como trabajadoras.

En Andalucía, la mujer jornalera ha sido un pilar fundamental en la historia de nuestros derechos laborales. Estas trabajadoras han estado presentes en los campos trabajando y también en las luchas jornaleras de nuestra tierra, reivindicando, además, doblemente: primero contra el patrón y el sistema laboral que las esclavizaba; y, segundo, contra una tradición patriarcal que no las dejaba salir del foco del hogar. Que la mujer jornalera andaluza empuñara la azada en la lucha por la tierra, por el trabajo, por una vida justa, es la antesala de la liberación de la mujer en Andalucía. Ellas empezaron un camino que nosotras hoy continuamos.

Las Cabras Montesas eran un grupo de mujeres residentes en el pequeño pueblo de Gilena, en la sierra sur sevillana. En los años setenta, los jornaleros se beneficiaban de lo que se conocía como el «empleo comunitario», unos fondos del Estado que los Ayuntamientos recibían para emplear a jornaleros en paro en trabajos de mantenimiento de los pueblos y los campos. Esto se llevaba a cabo a través de la cartilla agraria, en la que se reflejaban los jornales echados por unidad familiar, y que solo podían reclamar los cabeza de familia. Las mujeres, a pesar de cumplir con los requisitos, de tener sus sellos en la cartilla o de estar en situaciones precarias, eran excluidas de este empleo comunitario. En este contexto, un grupo de mujeres de Gilena se organizaron. Eran María del Carmen, Concepción, Margarita, Dolores, Manuela, Agustina y María Tejada. Estas mujeres eran de las pocas en Gilena que contaban con cartilla agraria. El marido de una de ellas, el de María del Carmen la Chiquita, cayó enfermo, hecho que les hacía perder el dinero del jornal para poder alimentar a sus seis hijos, en un momento de pobreza aguda en los rincones rurales de Andalucía, de la que solo los señoritos se libraban. Informada de sus derechos, y convencida de que, aun siendo mujer, tenía que ser contratada por el empleo comunitario, se presentó en el tajo donde estaban empleados los hombres y reclamó su derecho a trabajar y ganar su jornal dignamente. La situación se volvió tensa y María del Carmen fue humillada por el manijero de la finca, algo que no le impidió entrar con orgullo en el tajo y echar un jornal, aunque después no le fue reconocido.

La Cámara Agraria (entidad encargada del reparto del empleo comunitario), viendo lo que se les podía venir encima, ofrecieron un trato a María del Carmen: se le reconocerían y pagarían todos los jornales sin que tuviera que subir al tajo. La mujer no solo se negó, sino que la lucha se intensificó y más mujeres se unieron a la causa. Así, una docena de mujeres estuvieron subiendo durante días a la sierra, a trabajar con el resto de sus compañeros, sin que nadie les reconociera el trabajo y sin que les apuntaran los jornales echados. A pesar de ser expulsadas por el encargado forestal, ellas volvían a subir, a seguir trabajando y nunca las cobraban. Las mujeres defendían su legítimo derecho a un trabajo digno y a cobrar como cualquier otra persona.

La reivindicación empezó a trasladarse a otros ambientes, y cada vez eran más compañeras y compañeros del Sindicato de Obreros del Campo (SOC) quienes se unían a la causa, mediante acciones que no pasaban desapercibidas, como concentraciones y comunicados. Así, después de quince días de trabajo sin cobrar, de humillaciones y vejaciones, las llamadas Cabras Montesas (llamadas así en tono despectivo, debido a que el empleo estaba en la sierra) fueron citadas por el director de la Cámara y se llegó a un acuerdo al fin: todas sus peonadas serían reconocidas y pagadas, además de ser contratadas por el comunitario. Gracias a esa acción, de unas pocas mujeres en un pueblo de 3.000 habitantes en la sierra sur de Sevilla, las mujeres de toda Andalucía empezaron a beneficiarse del empleo comunitario, dando un paso de gigante por la igualdad laboral en nuestra tierra.

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