nº56 | farándulas

El sueño de la máquina que no produce nada

La omnipresencia de la tecnología nos resulta inquietante. Es difícil acostumbrarse al desagradable «desnivel prometeico» que describió Günter Anders en La obsolescencia del hombre. No comprendemos los dispositivos tecnológicos y no prevemos las consecuencias catastróficas de su uso, pero crece la sensación de humillación ante su aparente superioridad. Frente a su avance, los intentos de crítica o rechazo son ridiculizados y despreciados porque pensamos que su ayuda es imprescindible, que corrige nuestros errores o que suple nuestras insuficiencias. Sus capacidades rozan lo infinito alejándose de lo humano y ahora le ha llegado el turno a  nuestra concepción de lo imaginario y lo poético.

En el proceso abarcador de la tecnología, se están popularizando los programas de inteligencia artificial dedicados a generar imágenes con pretensiones artísticas. Si bien ya existían dibujantes y fotógrafos que utilizaban algunas de estas, la novedad es el impacto de su extendido uso entre el público general. El funcionamiento de programas como Midjourney es sumamente sencillo: se escribe lo que debe aparecer en la imagen con el mayor detalle posible eligiendo el estilo y, en cuestión de segundos, la máquina nos ofrece cuatro versiones. Si no nos convencen, podemos obtener otras cuatro variaciones más. Mientras tanto, la IA va escupiendo miles de imágenes que los demás usuarios están encargando. Entrenada constantemente y con una base de datos repleta de fotografías y obras de los más diversos pintores, sus usuarios la proponen como el arte definitivo.

El choque inicial que producen estas imágenes reside en la aparente excelencia visual. La tecnología imita los estilos y el resultado es convincente. Tenemos que hurgar en ellas para conseguir descubrir algún fallo, la mayoría se concentran en los cuerpos y rostros humanos que quedan artificiosos o tienen errores anatómicos. La imagen es levemente inverosímil y, si nos apuran, es ahí donde creemos ver el genio del artista que ha optado por un estilo a lo Francis Bacon para darle más dramatismo a los cuerpos.

Sin embargo, esa primera admiración deja un regusto irritante porque nos enfrenta al «desnivel prometeico». ¿Para qué intentar nada? Su humillante maestría crea una distancia con el espectador que siente veneración y repugnancia. La IA se comporta como una entidad que devora lo humano, lo muestra por última vez en la pantalla y lo hace desaparecer para siempre.

Hasta los niños que juegan a Fortnite saben cuál es la diferencia entre la realidad material y la virtual. Los collages de la IA pertenecen a un orden de lo virtual que ha perdido cualquier conexión con nuestro mundo de la vida. Su disfrute solo es posible en esa alucinación consensuada que es Internet. Proporcionan una pseudoexperiencia que no deja huella. Evidentemente, ese programa no sabe lo que hace. Por muy bien que corte, pegue y rellene, no tiene imaginación y sin ella no puede crear algo con significado. Sus productos no son arte. Y quien muestra esos pastiches algorítmicos no es un poeta.

En comparación, el arte humano es una imitación del proceso de emergencia de lo real en el que se debe afrontar la resistencia de la materia a mostrar lo que el ojo desea ver. La conciencia poética se sostiene sobre una libido problemática en la que se mezcla el azar y la involuntariedad. Ese difícil equilibrio da lugar a un excedente específico. En el resultado nunca habrá simple referencia o copia de lo que se ve, sino un fuera de campo añadido. Ese elemento huidizo es lo que enlaza con el espectador que reconoce un demasiado humano, un riesgo o una autenticidad. Sin embargo, 
la IA se atreve con todo, no tiene ni pudor, ni escrúpulos. Combina con indiferencia lo cursi y lo escabroso.

El surrealista André Breton escribía sobre el placer que encuentra el ojo en el automatismo creativo y que tiene que ver con la realización de una «unidad rítmica». Ante determinadas imágenes, la sensibilidad y el pensamiento se conectan misteriosamente generando un deleite insospechado. Lo que busca el espíritu es esa quimera que aparece de manera fragmentaria, inestable. Para que esta experiencia siga siendo posible, no es necesario sacralizar al artista, aunque las exposiciones sí nos dan una pista de lo necesario. Al entrar en ese espacio —como al abrir un libro— nos concedemos tiempo y calma, es decir, nos procuramos una especial disposición del ánimo. Y esa receptividad es muy difícil tenerla delante de una pantalla. En una exposición no hay otra cosa que hacer. Allí desarrollamos un pequeño ritual que incluye el olvido del mundo. De hecho, solemos apagar el móvil, como en el cine o en una conversación con amigos, para poder prestar toda nuestra atención.

Aun podemos imaginar el placer que sintieron los primeros humanos al cantar en el interior de un dolmen o al dibujar en la roca. La conmoción que supuso esa nueva forma de comunicación y los vínculos que generaría en el grupo escuchar la reverberación de las voces en las piedras o iluminar las escenas de caza. El primer dibujo ya supuso un enigma cognitivo repleto de significados. La persona que trazó esas líneas elaboró una imagen que representaba un animal o un humano, pero que ya no eran un animal o un humano en sí. Con unos pocos rasgos lograba que la figura fuera reconocible y, sin embargo, su forma era el reflejo de algo más importante que la simple cosa representada. Comenzaba una forma de ver el mundo profundamente humana, más significativa y gozosa que utilitaria. Es normal que imaginemos a los primeros poetas como chamanes o médiums dotados de una sensibilidad especial. Lo hacemos porque nos maravilla que sus dibujos perduren con sus cualidades esenciales. No admiramos la técnica, sino que seguimos el recorrido de los dedos por la pared recreando la sorpresa y la incertidumbre al moler los pigmentos, mezclados con la grasa, iluminar la roca y dibujar lo imaginado. Pasados miles de años, el chamán sigue ofreciéndonos su mundo.

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