Linterna, saco de dormir, documentación, dinero en efectivo, cargador… Creo que lo tengo todo. Espera, mejor meto también el termo con alguna bebida caliente. ¿Que a dónde voy? He quedado para ir al cine. Siendo de un pueblo pequeño de Extremadura, entenderéis que tenga que ir preparada para cualquier cosa. La última vez que me adentré en una aventura como esta, acabé pasando la noche en la estación. Las taquillas cerradas, las páginas web sin mantenimiento… Me río yo de un escape room.
La ruta esta vez está perfectamente planificada. Mi vecino, de camino al trabajo, me lleva al pueblo de al lado donde sí cuentan con autobuses, y de ahí ya puedo moverme a la localidad más cercana donde hay un cine. Bueno, cuentan con un autobús a las 9 a.m., y luego hay otro para volver a la noche. Con el covid, se dedicaron a suprimir líneas y nunca más hemos vuelto a saber de ellas, así que para ir a la ciudad más cercana solo tienes que invertir un día completo. Pero hoy tengo los billetes comprados desde hace una semana, para evitar sorpresas, y de vuelta me pasa a recoger mi tía para dejarme en casa.
Y diréis, ¿tanto encaje de bolillos por el capricho de ir al cine? Lo puedo entender, al final no es una necesidad, supongo. Lo que sí veo como una necesidad es tener una red cercana de amistades, poder intercambiar afectos, poder abrazarse, etc.; y todas mis amigas están repartidas por toda la geografía porque, aunque quieran, aquí en el pueblo no hay trabajo. Alguna al menos ha podido quedarse cerca, pero es la excepción. En Extremadura escasea el derecho a decidir dónde queremos vivir.
A ver, sí, en casa tenemos un coche, pero mi hermana ha ido a llevar a una amiga a Salamanca para una intervención médica (aborto libre, seguro y gratuito que dicen… ¡Accesible!, añadiría yo también), así que me he quedado sin esa opción.
Decidí venirme al pueblo hace varios años después de una relación tormentosa —mi psicóloga también me pasa consulta de manera online, cómo no— porque ya no me quedaban fuerzas para aguantar el ritmo ni la violencia de la ciudad. La pandemia hizo lo demás. Ahora soy experta en trazar rutas para ir al hospital, realizar trámites administrativos, sacar dinero…, y estoy hablando de cosas básicas, porque tener inquietudes culturales o de ocio ya es un lujo que solo algunas nos podemos permitir…, a veces.
Desde los grandes palcos —políticos, académicos, culturales— nos hablan de la despoblación, del éxodo rural y de lo importante que es mantener vivos los pueblos mientras se sigue insistiendo —e invirtiendo— para que el único sostén económico sea un campo propiedad de pocos, proyectos extractivistas devastadores y un turismo que se nos vende desde el exotismo, como una «oportunidad para desconectar». ¡¿Pero quién dice que yo no quiera conectarme?! ¿Acaso esa gente viviría aquí desconectada?
¿Os fijáis que no me ha hecho ni falta nombrar el tren, eso que tantos chistes provoca.
Bueno, me voy corriendo, que al final mi vecino se va sin mí.