nº15 | está pasando

Okupar en tiempos de Mordor

En el segundo aniversario del CSOA La Huelga, se organizó una mesa debate con este mismo título («Okupar en tiempos de Mordor»), donde integrantes de las principales experiencias de okupación en Sevilla desde los 90 desgranaron luchas, historias y vivencias: Cruz Verde, Casas Viejas, Sin Nombre, La Fábrica de Sombreros, el Huerto del Rey Moro, La Huelga…

El año pasado, en la VII Feria Anarquista del Libro recorrimos La Senda de la Okupación, que también incluía el Ateneo la Ballesta y el CSOA Andanza, sede de la Feria, entre otros. Hoy, la ruta acabaría en un parón inconcluso, tras 6 meses en los que hemos sobrevivido sin centro social en la ciudad. Sin relevo. Se palpa por las plazas una urgencia algo abstracta por buscar un nuevo espacio, pero quizás sea el momento de dejar de escudriñar con ojos ansiosos un edificio que nos ponga ventanitas y empezar a hacernos preguntas.

La primera cuestión, la olvidamos a veces por evidente. Queremos okupar un espacio y, de este deseo, ¿qué es lo importante?, ¿el acto de okupar o el tener un espacio? No siempre es fácil desgajar el cómo del qué. Evidentemente, queremos liberar espacios, nos pone arrebatar de las garras de bancos e inmobiliarias edificios que languidecen arrumbados. Buscamos la denuncia de la especulación por la acción directa. Pero también nos limita: acabamos reconvertidos en albañiles, de jornadas de curro a tanque de agua y tiro porque me toca obra antigoteras. Lo más político que se discute en algunos momentos es si hacemos el mortero con cal ecológica o del polvillo. Y tenemos que sumar la transitoriedad de los proyectos, a la que se añade la propia precariedad de los espacios. Arreglamos muros, afinamos dinámicas, vamos haciéndonos el cuerpo a los modos de funcionar del grupo… Y, de repente, una nueva alerta de desalojo, y volvemos a la espiral loca: asambleas de urgencia, grupos de trabajo, estrategias legales, estrategias de resistencia, desalojo, manis, detenciones, multas… Y otra vez como el pueblo errante en búsqueda de un techo político. No es una pregunta binaria —¿seguir okupando, sí o no?—, sino que deberíamos interrogarnos sobre estrategias para sortear la precariedad que la fecha de caducidad de los proyectos arroja sobre los centros sociales.

Hay otro elemento fundamental que se pone de manifiesto en esas jornadas que tanto nos gustan de «historias de okupas de ayer y de hoy». Escuchamos los relatos, conocemos las anécdotas, pero ¿hay realmente un trasvase de conocimiento entre unas experiencias y otras? ¿Cómo es posible que desde el año 0 de las okupas sevillanas mantengamos los mismos debates poco menos que en los mismos términos? La gestión de actividades ajenas frente a la actividad política propia, el uso productivo del espacio (podemos ganar dinero no común en/con el centro social), abrirnos al barrio frente a mantener principios e identidad, falta de implicación o meritocracia activista… Está claro que los grupos y las circunstancias cambian y los debates deben retomarse, pero ¿es necesario empezar cada vez desde cero? No hemos dado aún con herramientas que nos permitan sistematizar debates y experiencias para poder construir sobre ellas, tanto nosotras a lo largo del tiempo como las que vienen y vengan detrás. Es necesario encontrar un equilibrio que nos permita que cada proceso tenga sus derivas con sus decisiones, aciertos y errores, pero partiendo de una base de experiencia común. En definitiva, ¿cómo hacemos que el procomún que se construye a lo largo de cada proceso pueda almacenarse y traspasarse a otros colectivos?

Y, por último, un tema transversal que sobrevuela muchas de nuestras experiencias en colectivo. Concebimos —en el uso mayoritario que le damos— los centros sociales como un paréntesis, una suspensión de la cotidianidad en nuestras formas de hacer. Un kit kat donde jugamos a la autogestión cuando acabamos nuestras clases, nuestro curro… nuestra vida «normal». Lo que nos lleva al siguiente paso que lastra el funcionamiento de muchos grupos y centros sociales: la asamblea como fetiche. Si no habitamos los espacios y acudimos a ellos esporádicamente, debemos encontrar un momento significativo en el que acudir y ese suele ser la asamblea. Nos encontramos con centros sociales llenos de gente los, pongamos lunes, a las 20:00, que no vuelven a poner un pie allí hasta el lunes siguiente. Sacralizamos los momentos de sentarnos en círculo, coger turnos de palabra, estar de acuerdo con el compañero… y pensamos que es suficiente. La asamblea se va convirtiendo en un monstruo pesado y lento que nos aplasta. ¿Y qué pasaría si habitáramos los espacios, si intentáramos hacer del centro social nuestro campo de experimentos para conseguir la autogestión de nuestra vida cotidiana? Un campo de juegos donde inventar juntos prácticas colaborativas que sostengan la vida. Probablemente descargaríamos la gestionitis de las asambleas, pues esos temas se resolverían en el día a día, las comisiones y grupos de trabajo funcionarían por afinidad y de forma más natural al encontrarse realizando tareas, dejaríamos de vomitar en cada asamblea lo que llevamos una semana acumulando para decir… Quizás nos iría infinitamente mejor si hiciéramos más ollas de potaje juntas en los centros sociales y dejáramos las asambleas como espacios donde debatir o tomar decisiones estratégicas. Recordad aquello que decíamos de que la biopolítica no es un yogur con bífidus.

Y, volviendo al principio: ¿okupar? De nuevo, no como fetiche. Si en cierto momento nos va a hacer más fuertes trabajar en un espacio cedido e incluso alquilado, pues palante. Lo importante es romper la inercia, una cierta dependencia del rumbo pasado que nos hace ir repitiendo formas, esquemas y dinámicas sin evaluarnos constantemente y sin aprendizaje.

El tema que quema es ponerle cuerpo a nuestras palabras y pensar que quizás el factor decisivo que nos permite reivindicar un espacio como liberado no es cómo hemos accedido a él sino que sea el lugar donde ponemos en práctica la autogestión, la vida que queremos vivir.

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